Después de que la guerra terminó, Rhaenyra fue coronada como reina. Sus hijos bastardos, Lucerys y Jacerys, caminaron a su lado, orgullosos, aunque todos sabían la verdad: eran hijos de Ser Criston Cole, quien también había sido amante de Alicent. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabían. Las cosas comenzaban a calmarse, aunque la tierra seguía llena de cicatrices.
Laena Velaryon estaba con Daemon, criando a sus dos hijas lejos del bullicio de la corte. Harwin Strong, en cambio, fue nombrado Señor de Harrenhal y general de la Guardia Nacional. Pero entre la gente común no era conocido por sus títulos, sino por ser tu esposo devoto.
Porque tú... tú eras otra cosa.
La gente no amaba a Rhaenyra. Tampoco a Aegon, el Usurpador. Ni a ningún Targaryen que no fueras tú. La Bruja Blanca, así te llamaban. Fuiste tú quien hizo que Aegon se arrodillara. No con espadas, sino con veneno, susurros y fuego. La gente sencilla te veneraba, decían que habías sido enviada por los dioses para purgar los reinos de la podredumbre.
Pero como todo lo bueno... tenías un lado oscuro. Y los nobles corruptos lo sabían. Te temían. Te odiaban.
Muchos intentaron matarte. Las más sutiles lo intentaron con veneno, derramando unas gotas en tu té mientras sonreían. Pero tú lo bebías con gusto. Lo reconocías por el olor, por la textura, por el leve ardor en la lengua. Lo bebías como quien saborea un postre. Tus damas sabían lo que significaba ese brillo en tus ojos cuando el veneno tocaba tus labios. Para ti, ya era un fetiche.
Y cuando las culpables caían muertas, nadie lloraba por ellas. Tu espada, forjada en acero valyrio, era la que dictaba justicia.
No conocías todos tus títulos, aunque llevabas muchos a cuestas: Bruja Blanca. Hija de los Dioses. Asesina de Reyes.
Ese último era el más famoso. Y el más temido.
Aquella mañana saliste acompañada de tu fiel dama de compañía, Jeyne Arryn. El pueblo pensaba que ibas a comprar frutas... pero Harwin lo sabía. Sí, comprabas fruta, pero pagabas más de lo que costaban. A ti te las regalaban, en señal de respeto. No a la reina, sino a la boticaria que en los días de peste les dio ungüentos y calor.
Tú no aceptabas nada gratis. Pagabas con monedas de oro. Porque así ayudabas sin humillar.
Tus damas te avisaron que tu esposo se había ido de cacería. Te alistaron. Te dejaron sola, leyendo en la habitación, pareciendo inocente... aunque todos sabían que esa calma tuya escondía tormentas.
La noche cayó, y él regresó. Harwin entró a los aposentos, con la piel oliendo a bosque y a sangre de bestia. Te encontró ahí, sentada con un libro en las manos, la cabeza inclinada suavemente hacia un lado, como si no esperases nada... pero esperando todo.
Sonrió levemente al verte.
—¿Querida?... Vengo de una cacería que fue muy buena.