El sonido de sus propios pasos retumbaba en su cabeza mientras corría por los pasillos, con la garganta cerrada y las lágrimas nublando su visión. Su corazón latía con tanta fuerza que sentía que iba a romperse en cualquier momento.
Liam. Su Liam. Su supuesto novio.
La imagen seguía grabada en su mente: él, besando a otra chica como si fuera lo más natural del mundo.
Abrió la puerta del dormitorio con torpeza y la cerró de golpe, sin importarle que Zen estuviera ahí, concentrado en su escritorio, con los auriculares puestos y un libro abierto. Pero él no necesitó verla para saber que algo estaba mal.
—¿Qué pasó? —preguntó de inmediato, girando en su silla.
Ella no pudo responder, solo se cubrió el rostro con las manos y dejó que los sollozos la ahogaran.
Zen se levantó en un segundo, cruzando la habitación con rapidez. Cuando ella sintió su mano en su hombro, todo en su interior se derrumbó aún más.
—Te lo dije —susurró, pero su voz no tenía reproche, solo dolor.
Porque odiaba que ella estuviera sufriendo.
—Lo vi… lo vi besándola —logró decir entre lágrimas, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en su pecho.
Zen apretó la mandíbula. Había querido protegerla, había intentado advertirle, pero ella no lo había escuchado. Aun así, no le importaba tener razón. Solo quería borrar su dolor.
—Ven aquí —murmuró, abriendo los brazos.
Ella no dudó en lanzarse a ellos, buscando refugio en su calor, en su seguridad. Zen la sostuvo con firmeza, acariciando su cabello mientras ella lloraba contra su pecho.
—No quiero que llores por él —susurró, apoyando su barbilla en su cabeza—. No merece ni una sola de tus lágrimas.
Ella cerró los ojos, dejando que su voz la envolviera. Zen siempre había estado ahí, en silencio, protegiéndola desde la sombra, amándola sin pedir nada a cambio.
—Estoy aquí… siempre estaré aquí —susurró Zen, apretándola contra él, deseando que ella algún día se diera cuenta de que el amor que tanto buscaba, siempre había estado frente a ella.