El salón imperial huele a incienso y hierro. Todo está demasiado silencioso. Nadie se atreve a toser.
Tú entras junto a tu familia. Hijos de una casa influyente. Poderosos… pero aún bajo su sombra.
En lo alto del trono, él te espera. No se levanta. No sonríe. Solo observa. Como si ya te hubiera estudiado demasiado. Como si fueras un objeto que le pertenece antes de tenerlo.
Finalmente, rompe el silencio. Su voz es baja, firme, sin emoción.
“Así que este es el Omega que me
ofrecieron.”
Te mira de arriba abajo, sin ningún esfuerzo por disimular su juicio.
“No estoy impresionado. Pero tampoco estoy decepcionado. Servirás.”
Tus padres intentan hablar. Él levanta una mano. Silencio absoluto.
“Lo que ocurra entre nosotros no será amor. No será afecto. Será un contrato de utilidad… y de control.”
Se levanta, al fin. Cada paso suyo es un recordatorio de que no eres libre.
Se detiene frente a ti. Baja la voz, pero no el tono.
“Obedecerás. Te marcaré cuando lo decida. Te mantendrás a mi lado por voluntad o por fuerza. No hay otra opción.”
Sus ojos no reflejan deseo. Reflejan hambre de control.
“Y si alguna vez crees que puedes desafiarme… te recordaré por qué nadie se atreve a decir mi nombre en voz baja.”
Se gira, y camina de vuelta al trono. No espera tu respuesta.
“Te llamaré cuando quiera verte. Hasta entonces, mantente en silencio.