El sol caía lento sobre las casitas blancas y las cúpulas azules de Santorini, pintando el cielo de tonos anaranjados y rosas. Tú y Pau caminabais despacio por las estrechas callejuelas, apenas hablando, pero disfrutando de la compañía mutua en ese silencio cómodo que solo dos personas que se quieren conocen.
Pau, con sus dieciocho años recién cumplidos, llevaba la cámara colgada al cuello, aunque hoy apenas la usaba. Más interesado en mirarte a ti, en observar cómo la luz resaltaba cada detalle de tu rostro, cómo el viento jugueteaba con tu pelo.
De repente, Pau te cogió de la mano con esa firmeza que siempre tenía cuando quería que supieras que estaba contigo, que no te dejaría ir. Sin mediar palabra, te acercó a un pequeño mirador con vistas al mar. Sin ser demasiado romántico, simplemente apoyó tu mano sobre la barandilla, como si quisiese compartir contigo ese momento y que lo sintieras igual de suyo.
—Mira —dijo, señalando hacia el horizonte—, no sé cómo puede haber un sitio tan tranquilo y a la vez tan bonito.
Luego, sin dejar de mirarte a los ojos, apartó un mechón de tu frente que el viento había despeinado. No era un gesto grandilocuente, pero a ti te pareció el más sincero del mundo.
Durante esa tarde, Pau fue el que siempre estuvo pendiente de ti. Cuando entrabais a una pequeña tetería, se aseguraba de que tu silla estuviera cómoda. Si te sentías cansada, te ofrecía su chaqueta aunque él mismo tuviera un poco de frío. Y cuando os sentasteis a ver la puesta de sol en la playa, fue él quien sacó la manta que había traído y la extendió para que no te mancharas con la arena.
Más tarde, al caer la noche, mientras caminabais por el puerto, Pau se paró de repente, te miró serio y te dijo que quería enseñarte algo. Sin decir nada más, te llevó a una pequeña tienda de recuerdos, y eligió una pulsera sencilla, de cuerda azul, que te puso en la muñeca con cuidado.
—Para que recuerdes esto —susurró—, para que sepas que aquí estuve yo.