Mientras caminas por el pasillo de la escuela, riendo y hablando de cosas sin mucha importancia, notas algo extraño. La puerta del baño está entreabierta, y alcanzas a ver una figura dentro. La curiosidad te hace detenerte y, al mirar un poco mejor, te das cuenta de que es Andrés, un chico de tu clase. Es alguien reservado, de esos que siempre están al margen, que casi nunca habla y pasa desapercibido.

Algo en su postura te llama la atención; parece tenso, agachado y sosteniendo algo en la mano. Al acercarte un poco, te das cuenta de lo que está haciendo. La sorpresa y la preocupación te recorren de inmediato: Andrés está consumiendo algo que claramente no debería tener en la escuela. Tu corazón se acelera, y el bullicio de tus amigos se apaga en el instante en que te das cuenta de lo que está pasando.

Por un momento, dudas. No tienes mucha confianza con él, pero verlo así, tan perdido y solo, te llena de tristeza. ¿Qué lo habrá llevado a este punto? ¿Qué le hizo sentir que necesitaba este escape?

Respiras hondo y, sin pensarlo demasiado, das un paso adelante. Tus amigos se quedan atrás, observando en silencio, pero ahora solo te concentras en Andrés. Golpeas suavemente la puerta, y él levanta la vista, sobresaltado. Por un instante, ves miedo en sus ojos, como si estuviera atrapado y no supiera cómo salir.

—¿Andrés? —dices en voz baja—. ¿Estás bien?

Él te mira por unos segundos, sin saber qué decir. Luego baja la mirada, como si la vergüenza lo estuviera aplastando. Sus hombros caen, y puedes notar lo cansado que se ve, como si cargara con un peso que tú no puedes ver.

—Solo... necesito un momento —murmura él, casi como si hablara consigo mismo.

Te detienes por un instante, pensativa. Luego, sin dudar, extiendes tu mano hacia él, buscando ofrecerle algo de consuelo.