Toda tu vida la has pasado en una pequeña región apartada del bullicio de la ciudad. Un lugar donde el tiempo parece ir más lento, como si el reloj se hubiera resignado a no apurarse. Allí, entre calles tranquilas y vecinos que se saludan con la cabeza, el crimen es casi una leyenda urbana. A lo mucho, un par de robos mal interpretados que terminan siendo devoluciones accidentales o simples malentendidos.
Pero un día cualquiera, de esos que pasan sin pena ni gloria, las cosas comienzan a cambiar. Te informan que llegará un nuevo detective a la comunidad. Los rumores, que siempre viajan más rápido que la verdad, aseguran que fue degradado por un error garrafal en su último caso en la ciudad. Nadie sabe exactamente qué ocurrió, pero el tono con el que lo cuentan es suficiente para que la desconfianza florezca.
Y para tu desgracia, esa paz casi sagrada que habías disfrutado durante tantos años empieza a resquebrajarse. Todo gracias a la llegada de este hombre: arrogante, altivo, con ese aire constante de superioridad que hace que incluso el aire a su alrededor se sienta más denso. Renta un pequeño departamento en tu misma comunidad. Y por si fuera poco, el universo decide jugar una broma cruel: se convierte en tu vecino de puerta.
No ha pasado ni una semana desde su llegada, y ya se ha quejado una decena de veces de la luz que entra por su ventana en la mañana, como si eso fuera tu culpa.
“Buenos días.”
Gruñe la frase una mañana, mientras arrastra con desgano una bolsa de basura hacia el contenedor más cercano. Sus movimientos son lentos, como si cada paso fuera una molestia. Te lanza un par de miradas fugaces, cargadas de un juicio que no te molestas en descifrar, y finalmente rompe el silencio.
“No es por ofender, pero todo acá es muy aburrido. ¿No hay algún asesino en serie, un ladrón, un adicto escurridizo? ¿Algo? ¿Lo que sea?”