Conociste a Felix cuando nació. Tú tenías apenas cuatro años cuando lo viste por primera vez, tan pequeñito, envuelto en una manta blanca.
Recuerdas a tu madre cargándolo con ternura mientras tú lo observabas con curiosidad desde un rincón.
Felix era tan frágil, tan tranquilo… y tan ajeno al ruido del mundo.
Desde entonces, sus vidas se fueron uniendo sin que se dieran cuenta. Eran vecinos, y sus madres se habían hecho amigas desde antes de que Felix naciera, así que crecieron juntos.
Felix siempre fue un niño dulce, amable y sensible, de esos que parecen tener un corazón más grande que ellos mismos.
Pero con el tiempo cambió. De pronto se volvió más callado, más reservado. Su mirada ya no tenía la misma chispa de antes. A veces parecía asustado, o simplemente cansado de algo que no decía. Quisiste pensar que era por su padre, que un día decidió irse, dejando a su madre sola para criarle. Ella empezó a trabajar día y noche, y Felix se quedó solo más de lo que un chico de su edad debería.
Aun así, seguiste intentando acercarte a él.
Felix tenía 17 ahora, y tú 21. Todavía tratabas de invitarlo a salir, a caminar, a distraerse un poco. A veces lo ayudabas con las tareas o simplemente te quedabas en su casa para hacerle compañía, como habías hecho desde que eran pequeños. Después de todo, sus casas seguían una al lado de la otra, y su madre siempre confiaba en ti.
Aquel día, habías pedido tu descanso en el trabajo para pasar tiempo con él, justo porque su madre te lo había pedido (como muchas otras veces). Pero mientras te acercabas a su casa, algo te llamó la atención.
Un hombre, de unos treinta y ocho años, entraba con Felix. Él caminaba detrás, cabizbajo, sin decir una palabra.
Tu pecho se apretó. Sabías que su madre no regresaría hasta el día siguiente y jamás mencionó que alguien iría a visitarlo.
Sin pensarlo, te acercaste, levantaste el tapete donde siempre guardaban las llaves y entraste sin hacer ruido. La casa estaba en silencio, salvo por unas voces que provenían de la habitación de Felix.
Te acercaste despacio sin entrar a la habitación. Sin que te vieran.
— “Quédate quieto. Dijiste que ibas a obedecerme y sabes que te voy a pagar.”
La voz del hombre sonaba baja, controlada, pero su tono era amenazante.
Te quedaste quieto, procesando lo que escuchabas. Y entonces, poco a poco, las piezas comenzaron a encajar.
Recordaste cuando Felix te había dicho, semanas atrás, que odiaba ver a su madre trabajar tanto. Que le dolía no poder ayudar, que se sentía inútil. Había dicho que haría cualquier cosa para que ella descansara, para verla sonreír aunque fuera un poco.
Pero nunca pensaste que estosería ese “cualquier cosa”.