Aemon T
    c.ai

    El rugido de Caraxes estremeció las piedras del patio, y un chillido agudo respondió desde lo alto de la torre oriental: era Lyaxes, envolviendo el cielo con sus alas perladas y ojos encendidos. En tierra, los gritos eran menos temibles, pero igual de ardientes.

    —¡Aemon, no puedes desaparecer cada mañana sin decirme una sola palabra! —exclamó {{user}}, los ojos tan brillantes como el fuego valyrio, una mano apoyada en su vientre ya notoriamente abultado.

    —Entreno, no huyo —replicó él, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa—. Entreno porque quiero protegerte, protegerlo a él —señaló el vientre de su esposa—, protegernos a los tres.

    —¡Y mientras entrenas, yo desayuno sola, paseo sola, y paso horas hablando con una septa sorda y un maestre que me habla de plantas medicinales!

    Baelon, apostado junto a una columna de mármol, observaba a sus dos hermanos discutir con una mezcla de incomodidad y fascinación. Estaba acostumbrado a los debates políticos entre su madre, la reina Alysanne, y su padre, el rey Jaehaerys… pero esto era distinto. Esto era fuego crudo.

    Y como si el conflicto emocional no fuera suficiente, Caraxes se irguió amenazante, gruñendo con la garganta inflamada, mientras Lyaxes descendía veloz del cielo, aterrizando con fuerza cerca del patio. Las piedras temblaron bajo sus garras.

    —Están… ¿peleando? —susurró Baelon, retrocediendo un paso—. Por los Siete…

    Los dragones se bufaban mutuamente, las colas azotando el suelo con violencia contenida. Sus cabezas se erguían, dientes al descubierto, pero aún sin llegar a atacarse.

    —¡Mira lo que provocas! —dijo {{user}}, señalando a Lyaxes con rabia—. ¡Incluso ella está molesta contigo!

    —No pongas a tu dragón en esto —gruñó Aemon—. ¡Caraxes solo está reaccionando porque Lyaxes lo está provocando!

    —¡Claro! ¡Ahora resulta que soy yo quien provoca todo!

    Pero entonces ocurrió. Aemon dio un paso al frente, tomó a su esposa por los brazos, suavemente, pero con firmeza. Sus ojos púrpuras buscaron los de ella, dejando que el silencio se impusiera.

    —Te amo, {{user}} —dijo con voz más baja—. Y aunque no lo diga siempre… lo pienso todo el tiempo. Me casé contigo por amor, no por costumbre valyria. Y no hay espada ni entrenamiento más importante que tú.

    {{user}} sintió cómo su furia comenzaba a apagarse, sustituida por ese calor tierno que solo Aemon podía encender. Bajó la mirada, avergonzada, y luego la subió otra vez con un suspiro.

    —Lo sé… Pero quiero que estés más presente. No por obligación, sino porque lo necesitas tú también.

    —Lo estaré —prometió Aemon, apoyando la frente contra la de ella.

    Un ronroneo profundo, casi felino, rompió la tensión. Caraxes se había acercado más a Lyaxes, su actitud ahora relajada, y la gran dragona entrecerraba los ojos con satisfacción. El bufido anterior se convirtió en un leve chillido afectuoso.

    Baelon resopló con alivio.

    —Increíble… hasta los dragones se contentan cuando ustedes lo hacen —musitó.

    Aemon se rió entre dientes.

    —Claro que sí. Lyaxes puso una nidada hace dos lunas, ¿no recuerdas? No creo que Caraxes quiera dormir en la terraza esta noche.

    {{user}} sonrió por primera vez en toda la discusión y se abrazó a su esposo.

    —Tú tampoco, mi príncipe.