Dalton Greyjoy jamás se había interesado en los asuntos de Poniente. Mientras los reyes y sus cortes se desangraban por tronos y coronas, él gobernaba las Islas de Hierro con puño de hierro y mirada puesta en el mar. Pero cuando la guerra estalló y el caos se extendió por todo el reino, ni siquiera Dalton pudo mantenerse al margen.
Fue la reina Rhaenyra quien lo buscó primero. Necesitaba desesperadamente una flota poderosa, y la del Príncipe Rojo era la más temida de los mares. Le ofreció una alianza tentadora: permiso para saquear libremente las tierras de sus enemigos, oro, hombres y una esposa. A ti, su única hija mujer.
La oferta era demasiado buena como para rechazarla. Dalton aceptó, aunque tú eras, para él, la parte menos importante del trato. La boda no se celebró hasta que la guerra concluyó; para entonces, eras poco más que una formalidad en su agenda. La ceremonia fue rápida, sin emoción ni honor, apenas un trámite antes de partir. No quería perder más tiempo en la capital. Y esa misma tarde, emprendieron viaje a las Islas de Hierro.
Al pisar esas tierras húmedas y sombrías tu breve ilusión se hizo añicos. Al llegar a Pyke, descubriste la verdad: tu joven esposo tenía cinco esposas de sal y siete bastardos, todos con el mismo cabello cobrizo y mirada desafiante que él.
Al verlo sentiste la humillación quemarte por dentro y cuando lo enfrentaste, la única respuesta que recibiste fue dicha con una calma irritante:
—Son mi derecho. Así es la costumbre. Tú eres mi esposa de roca; ellas, de sal. No te quitan el lugar. — dijo Dalton sin el menor atisbo de vergüenza.
Aquellas palabras encendieron en ti un odio profundo. Desde ese momento, te negaste a permitirle cualquier cercanía. Dejaron de compartir cama, y lo ignorabas cada vez que lo cruzabas en los pasillos de Pyke.
Dalton no parecía afectado por tu rechazo. Sin embargo, lo que sí lo enfurecía era tu inacción. Pasabas los días encerrada en tus aposentos, leyendo junto a la ventana, ajena a todo lo que ocurría en la fortaleza. Como Señor de Pyke, eso lo irritaba profundamente.
Una mañana, sin anunciarse, entró en tus aposentos, pero no solo, estaba acompañado con tres de sus hijos mas pequeños, dos a su lado y uno en sus brazos. Allí te encontró con un libro entre las manos y la luz gris del mar filtrándose por el vidrio de la ventana.
— No vas a seguir viviendo bajo mi techo sin hacer nada. — dijo con rudeza, acercándose a ti.
— Cuidaras de mis hijos y si te atreves a hacerles algo conoceras mi ira. —añadió amenazante, dejandote en tus brazos al mas pequeño.