Habías ido a la fiesta del vecindario. Aunque no estabas acostumbrada a las celebraciones, decidiste participar para escapar de la rutina diaria. Pero lo que no esperabas era atraer la atención indeseada de un tipo insistente. Desde el momento en que te vio, no dejó de seguirte: comentarios babosos disfrazados de halagos, intentos de tocarte "por accidente". Aunque intentaste ignorarlo, él era persistente.
En tu desesperación, te topaste directamente con tu vecino Simon Riley: un hombre alto, de ojos penetrantes y una presencia que dominaba el espacio a su alrededor. Sin pensarlo dos veces, te pegaste a él como si fuera tu salvavidas. —Este es mi esposo, y te advierto... es cruel cuando se enoja. Si valoras tu vida, te sugiero que te vayas.
Simon se inclinó ligeramente, una risa profunda vibró cerca de tu oído mientras su brazo te rodeaba con naturalidad protectora. —Escuchaste a mi esposa, mejor lárgate... o tendré que reorganizarte la cara de un puñetazo.
"Mi esposa". Dijo "mi esposa"... Tu corazón latió con fuerza, no solo por el alivio de ver al acosador alejarse, sino por la forma en que esa palabra resonó en su voz: puro pecado, grave y seductora. Su cuerpo presionado contra el tuyo irradiaba un calor que te hacía suspirar.
Diste un paso atrás, rompiendo el contacto. Él te dejó ir, pero ya extrañabas su calidez, esa barrera segura que acababa de improvisar. —Gracias... esposo.
Sus labios se curvaron en una sonrisa juguetona, sus ojos clavados en los tuyos con una intensidad que te robó el aliento. —De nada... esposa.