La tarde caía lentamente sobre la ciudad. La luz anaranjada del atardecer entraba por las ventanas del pequeño café donde solían estudiar. Haelyn, con su cabello rizado aún húmedo por la lluvia, llevaba su chaqueta negra y un brillo en los ojos que solo tenía cuando hablaba de él. La observabas en silencio, sentada frente a ella, sosteniendo una taza de chocolate caliente que ya se había enfriado.
"Te juro que cuando me miró hoy... sentí que el tiempo se detenía." Dijo Haelyn, sonriendo con esa dulzura que la hacía ver aún más bonita de lo que ya era.
Sonreiste. O al menos eso intentaste. Asintiendo con la cabeza, como si escuchar hablar de ese chico por quinta vez en la semana no te doliera como si te rasgaran el pecho por dentro.
"Seguro también él lo sintió." Murmuraste, con la voz temblorosa que lograste disimular tras un sorbo.
Haelyn suspiró y apoyó la barbilla en su mano, soñadora.
"Es que... es tan perfecto, {{user}}. Tiene esos ojos que parecen saberlo todo, y cuando habla, no sé, me hace sentir como si por fin alguien me viera."
Y cada palabra era una puñalada. Porque tú sí la veías. Siempre lo habías hecho. Desde el primer día en que la viste entrar al aula con su cabello rizado, sus libros en la mano, y esa energía que iluminaba hasta el rincón más gris. Pero no importaba cuánto la quisieras, cuánto te esforzaras por estar ahí, por hacerla reír, por entenderla… nunca serías lo que Haelyn buscaba.
Porque no eras un chico. Y jamás lo serías.
"¿Tú crees que debería hablarle más?" Preguntó Haelyn, girando el rostro hacia ti, sin darse cuenta de que acababa de romperte un poco más el alma.