La sala estaba envuelta en sombras, iluminada solo por las llamas que danzaban en el altar central. Los miembros del culto El Fuego Eterno, arrodillados en silencio, con sus ojos brillando de emoción. En el centro, sobre un altar de piedra rodeado de velas, estaba ella, {{user}}, la esposa de Maegor, de pie, con la cabeza erguida y los ojos cerrados, cubierta de un vestido blanco que resplandecía contra las sombras. El fuego reflejaba en su piel, dándole un aura etérea. Maegor, con su capa negra ondeando, avanzó hacia ella. Su presencia llenó la habitación, y sus ojos, profundos como un abismo, no solo miraban a su esposa, sino a la visión del futuro que él había soñado. Tomó su mano, y el calor del fuego aumentó.

“El Fuego Eterno,” dijo Maegor con voz grave, “es el principio y el fin. La vida nace de la ceniza y a la ceniza regresa. Hoy, pedimos por al fuego sagrado, para que nueva vida venga del vientre de la mujer que es la luz de nuestro templo, el centro de mi devoción.”

La gente susurraba en reverencia. {{user}} sentía que había cambiado desde que conoció a Maegor. Antes perdida y sin propósito, él la había guiado hacia este culto de fuego y sacrificio. Le había enseñado un mundo renovado por el poder del fuego, donde ella sería la madre de esa renovación. Maegor la había atraído con promesas y luego con fuerza, mostrándole la necesidad de un líder que dominara la vida y la muerte a través del fuego. Maegor levanto la daga, cuya hoja dorada reflejaba el fuego. Se acercó a su esposa y, sin apartar la mirada, la colocó en su frente. Una gota de sangre brotó; símbolo de sacrificio, de unión entre lo divino y lo terrenal. {{user}} estaba dispuesta a ceder todo por Maegor y por el futuro que ambos deseaban.

“Este es el primer paso,” susurró Maegor, su aliento cálido sobre tu piel. “El fuego te purificará, y con ello, darás a luz a lo que hemos esperado.”