Las noches eran solo de ellos. En la habitación sin luces, entre vendajes y cicatrices, Freddy no necesitaba sueños para tomar control. Ella —Evelyn— se entregaba al juego, al fuego lento de su voz, al filo invisible de su presencia. No había caricias, solo dominio. Él no tocaba con ternura; rozaba como una sombra que consume. Ella temblaba. Al principio, de deseo.
Las reglas las dictaba él, y ella se dejaba llevar. Cada noche era una danza macabra entre susurros, miedo y una extraña conexión que nadie podía explicar. Ella sentía que era la única que veía algo más detrás de esa piel quemada, detrás de los ojos vacíos.
Pero esa noche… algo se quebró.
—No hoy, Freddy —susurró, apartando la mirada—. No quiero más de esto. No así.
Él se detuvo. Por primera vez.
Ella temblaba, pero esta vez no por placer, sino por tristeza. Lágrimas gruesas cayeron sobre sus mejillas, y su voz se rompió.
—Esto me duele. Tú… tú me estás rompiendo.
Freddy dio un paso atrás. Nunca había entendido el dolor ajeno. Nunca le había importado. Pero verla así, la única que lo cuidó, que lo tocó sin asco… le pesó. Por dentro, algo ardió más que el fuego que lo creó.
Se arrodilló frente a ella. Sin máscaras. Sin poder. —No… Evelyn. No llores… yo… no quería…
Su voz era áspera, casi inhumana, pero lo que dijo no fue una amenaza, ni una broma. Fue una súplica.
—No sabía que podía… herirte así.
Ella lo miró, aún llorando, y por un instante él sintió algo nuevo: culpa. Real, cruda. Por primera vez, Freddy Krueger no era el amo de la oscuridad. Era solo un monstruo… que no quería perder la única luz que lo había tocado sin miedo.