El bosque se cernía en la penumbra cuando Lucerys avanzó con pasos elegantes y calculados, su figura esbelta y ágil moviéndose entre la maleza con la misma gracia de un ciervo, pero con la amenaza latente de algo mucho más peligroso. Sus astas eran retorcidas, semejantes a llamas endurecidas, y sus ojos, aunque amables en apariencia, escondían el fuego de su linaje dracónico.
No esperaba encontrarla.
Tú estabas allí, con tu imponente presencia de híbrida de león, la melena ondeando con el viento, tus ojos fijos en él con la intensidad de una depredadora que no teme nada ni a nadie. Eras majestuosa, con la fuerza de una reina salvaje y la confianza de quien sabe que ningún otro ser osaría desafiarte.
Pero Lucerys no era cualquier ser.
El aire se volvió denso, eléctrico. Algo dentro de él rugió, despertando instintos que hasta entonces habían permanecido latentes. Había sido criado como un príncipe de aguas tranquilas, como un ciervo elegante que debía huir del peligro. Pero eso era una mentira. Él no solo era ciervo.
Era dragón.
Sus músculos se tensaron, su pecho se expandió con un gruñido gutural. Algo en su interior reclamó lo que era suyo, y su mirada se fijó en ti con una intensidad que hizo que incluso el viento pareciera contener la respiración.
Tú no retrocediste.
Al contrario, mostraste los colmillos, un desafío claro. Pero Lucerys ya había decidido.
Los dragones eran posesivos. Y tú ya le pertenecías.
Se lanzó hacia adelante con velocidad felina, su cuerpo ágil acortando la distancia entre ustedes en un instante. Su aliento era cálido, su cercanía abrasadora. No te atacó, pero su presencia exigía sumisión.
—Eres mía —murmuró, su voz rasposa y profunda.
Y en ese momento, lo supiste.
Podías desafiarlo todo lo que quisieras, podías rugir y mostrar tus garras, pero el dragón en su interior ya había despertado. Y no dejaría que nadie, ni siquiera tú, cuestionaras su reclamo.