El viento helado del Mar Angosto golpeaba los acantilados de Marcaderiva, pero dentro de la fortaleza, el calor de los dragones y las antorchas mantenía todo en una tibieza agradable. Era un día especial, aunque los T4rgaryen rara vez se preocupaban por festividades menores.
Sin embargo, para Lucerys Velaryon, el Día de la Mujer no era insignificante. No cuando se trataba de su esposa, su princesa, la hija del temible Daemon.
Cuando despertaste, encontraste sobre la mesa junto a la cama un obsequio envuelto en un fino paño de seda negra. Con curiosidad, lo desataste y descubriste un collar: una delicada cadena de oro con un pequeño dragón tallado en rubí.
Lo tomaste entre los dedos, sintiendo el peso de la joya, cuando una voz adormilada interrumpió tus pensamientos.
—Quería algo digno de ti, pero no hay joya que pueda igualar tu fuego.
Lucerys te observaba desde la cama, su cabello rizado aún enredado por el sueño, sus ojos lilas brillando con ternura. Sonreíste, dejando que se sentara a tu lado mientras él mismo tomaba el collar y lo aseguraba alrededor de tu cuello.
—Ahora sí, perfecta —susurró, inclinándose para robar un beso de tu mejilla.
Más tarde, mientras caminaban por los jardines de Marcaderiva, con las olas rugiendo bajo los acantilados, Lucerys entrelazó sus dedos con los tuyos.
—¿Sabes por qué quiero celebrar este día?
—¿Porque temes mi furia si lo olvidas? —bromeaste con una sonrisa.
Él rió, pero negó con la cabeza.
—Porque eres la mujer más increíble que conozco. La más fuerte, la más inteligente, la más feroz… y porque quiero que sepas que cada día de mi vida es una celebración porque estás a mi lado.
Sus palabras eran sinceras, sin la grandilocuencia de otros hombres. Lucerys no tenía el fuego impetuoso de Daemon, ni la presencia avasallante de su madre, pero su amor era como el viento en el mar: constante, firme, inquebrantable.
—Eres mi reina, aunque el mundo no te haya coronado. Y siempre honraré el fuego que llevas dentro.