La casa estaba llena de vida. Los niños corrían por todas partes, los adultos charlaban animadamente y la cocina, como siempre, era el corazón del hogar. Era una de esas reuniones familiares que solo ocurrían una o dos veces al año, y tú habías insistido en que Simon estuviera allí. “Sin excusas”, le habías dicho días atrás, y aunque intentó resistirse, al final cedió.

Llegó tarde, como de costumbre, vestido de negro y con su habitual aura de seriedad. Al principio intentó quedarse al margen, pero los niños lo atraparon enseguida. Corrieron hacia él, rodeándolo con preguntas y risas. Aunque intentó mantener su fachada seria, pronto cedió, ayudándolos con un rompecabezas y respondiendo sus preguntas con medias verdades. Para ellos, Simon era un héroe; para ti, seguía siendo ese niño al que habías criado sola, a pesar de las adversidades.

Desde la cocina, lo observaste con una mezcla de orgullo y tristeza. Notaste cómo evaluaba la habitación, siempre alerta, como si estuviera en una misión incluso en su propia casa. Durante la cena, se mantuvo en silencio, escuchando las historias exageradas de sus tíos y las risas de los primos, pero tú podías ver la tensión en sus hombros y la distancia en su mirada.

Más tarde, lo encontraste en la sala, frente a la pared de fotos familiares. Estaba mirando una en particular: su octavo cumpleaños, tú sosteniéndolo con fuerza mientras ambos sonreían. La vida parecía más simple entonces.

—¿Pensando en viejos tiempos? —le preguntaste suavemente.

Simon asintió, sin apartar la mirada. —No sé cómo lo hiciste, mamá. Criarme sola, todo esto…