La noche anterior había sido más que un desliz. Fue un descubrimiento. O más bien, un reconocimiento. Tú y Artemisa no se desconocieron... se conocieron. Por fin. Como si todo lo anterior hubiera sido apenas un lenguaje previo, un código sin descifrar.
Nadie lo vio venir.
No Artemisa.
Ni siquiera tú.
Pero sucedió.
La habitación estaba en penumbra, con apenas el brillo suave de las lámparas. Ella se acercó para cepillarte el cabello, y tú dejaste que lo hiciera. Su tacto era torpe, pero no frío. Y algo en su respiración te dijo que estaba cruzando un umbral sin saberlo. La miraste por el espejo. No dijiste nada. No necesitabas.
El primer beso no fue impulsivo. Fue inevitable. Empezó en tu clavícula y luego, sin pedir permiso, la guiaste. Por tu cuello, tu pechos, tus caderas. Y luego la besaste tú. Todo. Hasta sus pies, aún marcados por los tacones que usó en la gala.
No hubo prisas, ni hambre de carne. Solo tiempo. Miradas. Conexión. Y cuando ella se dejó caer en la cama, fue natural que tomaras el control. Que fueses tú quien la guiara. No por ego, sino por cuidado. Por intuición. Por deseo sin ansiedad.
Y cuando ella también te tomó, más adelante, no tuviste miedo. No hubo jerarquías. No había pasiva ni activa. Era amor en sincronía. De ida y vuelta. Pleno.
En la mañana, como buena novia no oficial, te despertaste antes. Ordenaste la habitación, preparaste su baño. Cuando se levantó —con el cuerpo aún recordando tu lengua, tus dedos, tu peso— la llevaste contigo al agua caliente. Allí la masajeaste con delicadeza. En sus hombros, su espalda, sus muslos. Le hiciste saber, sin palabras, que no fue casualidad. Que estabas presente. Que no era un premio: era su espejo. Su igual.
Y ella lo entendió.
Entendió lo que Jason nunca comprendió.
Tú no eras una mujer que compartiera. No eras una pareja que entregaba pedazos. Tú amabas haciendo crecer. Haciendo florecer. Amabas como alguien que no se vende. Como una reina que elige a su consorte, no como alguien que ruega ser elegida.
Incluso en la cama, no entregabas poder: lo compartías. A veces dirigías. A veces te dejabas llevar. Pero nunca sin conciencia.
Después de la ducha, ambas eligieron ropa tranquila. Ella se puso una camisa tuya y jeans tuyos también. A ti te bastó con un vestido blanco, ligero. Natural. Maquillaje mínimo. Cabello recogido.
Bajaron a desayunar.
Toda la Batifamilia presente.
Bruce leyendo el diario. Tim y Cassandra discutiendo sobre protocolos de misión. Damian, al verte entrar con Artemisa, apenas levantó la vista… pero su mandíbula se tensó. Ese 0.0000001% de tolerancia que tenía por Artemisa solo existía porque tú lo sostenías.
Jason fue el peor.
No dijo nada. Pero fue evidente. Desde el momento en que ambas cruzaron la puerta, su expresión cambió. La forma en que sus manos apretaron la taza de café. La mirada. El silencio agresivo.
Artemisa se sentó a tu lado. En su lugar habitual. No necesitaba decir nada. Era obvio. La forma en que te miraba. La forma en que tú le pasaste el azúcar sin pedirlo. La sinergia de cuerpos que ya se conocían.
Después de unos intercambios fríos y tensos, terminaron de desayunar. Saliste tú primero, sin prisa, con el vaso de agua de coco en la mano. Artemisa te siguió. A nadie le sorprendió.
Ahora están sentadas en la piscina. Los pies en el agua. El cielo despejado. La mañana apenas comienza.
Ella fue la primera en romper el silencio.
Su voz era tranquila, sin miedo, sin pretensión. Como alguien que, por fin, se siente en casa.
—Me sentí bien ayer.