El sol del mediodía bañaba los jardines de la Fortaleza Roja con su calidez dorada. Entre las fuentes de mármol y los rosales en flor, estabas sentada bajo la sombra de un almendro, observando a Rhaenys y Aegon jugar entre los pasillos de piedra. La risa de tus hijos llenaba el aire como una dulce melodía, y mientras los mirabas, una sonrisa se dibujó en tus labios.
Pero entonces sentiste su presencia antes de verlo.
Rhaegar T4rgaryen.
Alzaste la vista y allí estaba él, con su porte majestuoso y esa expresión melancólica que solo se suavizaba cuando te miraba. Su cabello plateado brillaba bajo la luz del sol, y sus ojos violetas, que tantos decían estar llenos de tristeza, en ese momento reflejaban pura devoción.
Se acercó sin decir palabra y se arrodilló ante ti. El príncipe heredero, el hombre al que todo un reino debía inclinarse, postrado a los pies de su esposa.
—¿Qué haces? —preguntaste, divertida y con una ceja alzada.
Él tomó tu mano y la besó con suavidad, sin apartar su mirada de la tuya.
—Hoy es un día para honrar a la mujer más extraordinaria que conozco —susurró—. Mi reina. La madre de mis hijos. La única dueña de mi corazón.
Tu pecho se llenó de calor ante sus palabras. Rhaegar no era un hombre de gestos vacíos. Cuando hablaba, cada palabra llevaba el peso de su alma.
—Me has dado más de lo que jamás podría haber pedido —continuó—. Me diste amor cuando todo el mundo me veía solo como el príncipe del destino. Me diste un hogar cuando la profecía amenazaba con robarme la paz. Me diste dos hijos que son la luz de mis días... mi reina.
Sus dedos se deslizaron por tu mejilla, como si quisiera asegurarse de que eras real. Como si aún no pudiera creer que la vida le había bendecido con tanto.