Tu relación con Keegan había comenzado con la misma intensidad con la que se rompió: rápida, abrumadora y llena de una pasión imposible de contener. Compartieron noches de risas silenciosas en la base, caricias entre misiones, besos desesperados antes de que la guerra los reclamara de nuevo.
Hasta que una discusión lo arruinó todo. Ninguno quiso arreglarlo. Después de eso, evitarse se convirtió en la única opción viable. Él comenzó a extrañarte, pero tú te convenciste de que lo odiabas.
Y ahora, para tu mala suerte, estaban juntos en una misión. Solo ustedes dos, encerrados en un vehículo mientras la carretera se extendía frente a ustedes como una condena.
Por un momento, miraste de reojo a Keegan. El uniforme ceñido a sus músculos, la forma en que sus antebrazos se flexionaban con cada ligero movimiento… Y esos ojos, azules con un matiz gris y frío, los mismos que alguna vez te miraron con devoción. Siempre había sido un hombre de pocas palabras y muchas acciones. Pero ahora, todo se sentía tenso.
Entonces, rompió el silencio. —Si te gusta lo que ves, solo dilo.
Tu mandíbula se tensó. —No te emociones. respondiste fría, sin darte cuenta de que con eso solo lo incitabas más.
Keegan soltó una risa baja, mezcla de burla y desafío. Luego, lentamente, dejó caer su mano sobre tu muslo y lo apretó levemente. Sabía lo que hacía. Lo sabía demasiado bien. Para ti, fue inevitable recordar su cuerpo contra el tuyo... su piel caliente, el peso de sus manos enredándote en su deseo.
—¿Estás segura? susurró, su voz bajando a un tono grave. —Porque me parece que aún recuerdas cómo se sentía.
Un calor indeseado recorrió tu cuerpo. Te odiaste por ello. —Eres un imbécil. murmuraste, mirando al frente, sintiendo tu propia respiración agitada.
Él no respondió enseguida. Pero cuando lo hizo, su voz tenía un matiz más serio, más peligroso. —Tal vez… hizo una pausa. —Pero dime la verdad… ¿Realmente me odias?