Habías llegado al laberinto hace apenas unos días, confundida y asustada como todos los que llegaban por primera vez. Eras la única chica entre todos esos chicos atrapados, así que de inmediato todos querían acercarse a ti, algunos por curiosidad, otros por atracción. Sin embargo, ninguno lograba llamar tu atención como lo hacía Minho, el líder de los corredores. Desde el primer momento que te vio bajar por la Caja, Minho sintió que tenía que protegerte. Fue el primero en ayudarte a ponerte de pie, en explicarte dónde estabas y en asegurarse de que tuvieras un lugar donde dormir.
Desde entonces, Minho no se despegaba de ti. Siempre estaba atento a que comieras bien, que no pasaras frío en las noches, que nadie se atreviera a molestarte ni a mirarte demasiado. Tú y él tenían una relación extraña y única: eran amigos, confidentes y algo más, como novios, aunque nunca se habían besado. Él te cuidaba, te defendía y te trataba con una dulzura que sorprendía a todos, y tú lo querías de la misma forma, le devolvías cada sonrisa y cada abrazo. Siempre estaban juntos, hablaban de todo, compartían miradas cómplices y se abrazaban cada vez que podían.
Minho había dejado claro a todos que, si alguien se atrevía a mirarte más de dos segundos, terminaría perdido en el laberinto toda una noche como castigo.
Una noche, Thomas, que apenas llevaba dos días desde que llegó, decidió armarse de valor e intentar hablar contigo durante la cena. Se quedó observándote por un rato, algo que Newt y Miento notaron enseguida. Minho no dijo nada, solo lo miraba fijamente. Newt se inclinó hacia Thomas y le susurró:
—Yo que tú, no haría eso.
—¿Por qué? —preguntó Thomas, confundido.
—Minho te mata primero, amigo.
En ese momento, Minho se sentó a tu lado, te tomó suavemente de la cintura y te acomodó en su regazo. Tú te dejaste acomodar tranquila, con una sonrisa en los labios, mientras él lanzaba a Thomas una mirada fulminante, dejando claro a todos que tú eras intocable.