El Paseo Interrumpido
La tarde era cálida en los jardines colgantes del Olimpo. Las nubes acariciaban la tierra con flores, el viento llevaba aromas sagrados, y tus pasos eran suaves, rodeados del respeto de todos los dioses que sabían que, aunque ya no fueras Reina consorte, seguías siendo la Reina.
Caminabas entre los pilares dorados cuando Ares te alcanzó. El dios de la guerra, siempre impaciente, siempre impulsivo, desaceleró el paso sólo para igualarte.
—Caminar contigo es más estimulante que mil batallas —dijo, con una sonrisa ladeada—. Me intriga saber si la Diosa del Juicio se permite algún placer… fuera del deber.
Lo miraste con neutralidad elegante. Sin frialdad, pero tampoco con calidez.
—El respeto es una forma elevada de admiración, Ares. Te agradezco que lo mantengas —respondiste con voz serena, que no era rechazo, pero tampoco invitación.
Ares soltó una risa baja. Y, sin más, extendió su mano hacia tu cabello, como si un dios pudiera acariciar a la Primera Reina sin consecuencias.
Entonces ocurrió.
El cielo rugió.
Un rayo, blanco y furioso, descendió como una lanza entre tú y Ares. El suelo tembló bajo tus pies, pero tú no te inmutaste. Ni una pestaña.
Ares dio un paso atrás, alarmado. El humo aún se elevaba de sus sandalias.
Y detrás del resplandor... llegó Zeus.
No vestido de gala, no como Rey, sino como era contigo en los tiempos antiguos: la tormenta encarnada. Su mirada fue directamente a Ares.
—¿Se te olvidan los límites, Ares? —su voz no fue fuerte, pero sí letal.
Ares bajó la cabeza. —Señor, no fue mi intención—
—Retírate —ordenó Zeus sin mirarlo dos veces.
Cuando Ares desapareció entre las columnas, Zeus se volvió hacia ti. Su mirada ya no era la del dios airado… sino la del amante herido.
—Ven —dijo, y no fue una orden, fue un reclamo personal. Y tú fuiste.
Te guió por un pasillo oculto de mármol, detrás de las enredaderas que tú misma habías hecho crecer siglos atrás. Llegaron a un pequeño jardín secreto, donde el cielo parecía más cerca y el viento hablaba bajo.
Ahí, te miró con los ojos que aún sabían de memoria tu silueta.
—¿Disfrutas que te busquen? —preguntó en voz baja, dolida. No furiosa. Dolida.
—Disfruto ser libre —respondiste, con dignidad intacta.
Zeus dio un paso hacia ti, como si con sólo acercarse pudiera romper tu decisión. Pero no te tocó.
—No soy nadie para reclamarte… lo sé —susurró. Luego bajó la mirada. Por un segundo, no fue el Rey del Olimpo. Fue tu Zeus. El que alguna vez te amó sin condiciones.
—Pero cuando otros se te acercan… me enciendo por dentro. Porque tú fuiste mía sin ser poseída. Porque contigo aprendí la fidelidad. Y ahora tengo que ver cómo otros te desean, y tú… tú ya no volteas por mí.