La noche caía densa sobre la ciudad. Las luces de neón parpadeaban entre callejones sucios y avenidas silenciosas. En un viejo galpón a las afueras del distrito industrial, el olor a pólvora aún flotaba en el aire. Jake se limpiaba las manos con un trapo sucio, sus nudillos ensangrentados y el rostro manchado con cortes recientes.

—Vinieron buscando territorio —dijo uno de los Mercifuls, mirando los cuerpos tendidos en el suelo—. Creían que estábamos debilitados.

Jake no respondió de inmediato. Se agachó junto a uno de los atacantes, le revisó los bolsillos y encontró un emblema quemado de otra pandilla: los Dragones Rojos.

—Esto fue un mensaje —murmuró—. Y vamos a responderlo.

Horas más tarde, alejado del caos, Jake aparcó su coche en una calle tranquila del barrio residencial sur. Subió las escaleras sin prisa, con las botas marcando el piso con cada paso firme. Abrió la puerta de un departamento que conocía bien: la casa de {{user}}.

Adentro, {{user}} estaba sentada en el sillón, leyendo algo con una taza entre las manos. La música suave llenaba el ambiente, y por un momento todo era normalidad. Hasta que lo vio.

Jake cerró la puerta tras de sí, apoyándose brevemente en ella. Su camiseta negra estaba desgarrada, la sangre seca cubría su cuello y una herida abierta marcaba su ceja. La mirada de {{user}} se alzó, preocupada. Dejó la taza a un lado, ya de pie, sin decir una palabra.

Jake caminó hasta ella. No dijo nada al principio. Solo la abrazó, lento, como si el simple contacto aliviara el peso de todo lo que cargaba encima. Apoyó su frente en su hombro, dejando escapar el aire con dificultad.

—No preguntes... solo... déjame quedarme un rato —susurró, con la voz ronca y los párpados cerrándose por el agotamiento.*