Tu matrimonio con Stanley terminó. Ideas distintas, horarios irreconciliables, ambiciones que nunca se encontraron. Todo eso destruyó la relación… pero no el amor.
La pantalla del celular vibró a la una de la madrugada. Un mensaje, corto, sin adornos: “Estoy en casa. Sabes cómo llegar.” No había saludo, no había excusas. Solo esa frase que, en su código silencioso, significaba mucho más. Era el aviso de que había vuelto vivo de otra misión, y también una orden disfrazada de invitación: necesitaba verte.
Dudaste. Ambos habían jurado no volver a caer en ese ciclo, sabiendo que nunca fueron un buen matrimonio. Se devoraban, se desgastaban, demasiado intensos para durar. Pero cuando reaccionaste, ya estabas frente a la puerta de su apartamento.
Stanley abrió sin una palabra. Uniforme a medio quitar, cigarro en los labios. Sobre la mesa ya esperaban dos vasos de whisky servidos, como si hubiera sabido desde el principio que ibas a ir.
Se dejó caer en la silla con un suspiro cansado, exhalando humo lento. Te señaló con un gesto del vaso, como si tu presencia no lo sorprendiera. "Tardaste", soltó, voz grave, cortante. Tomó un trago, los ojos clavados en los tuyos. Una pausa. Una exhalación cargada de humo. "Si pensabas hacerme esperar más, iba a sacarte de la cama yo mismo.." No sonaba a broma. Y tampoco a un te extrañé. Pero en Stanley, eran la misma cosa.
El soldado y el científico. Dos fuerzas que no sabían coexistir, pero que tampoco podían vivir separadas. Stanley tomó un sorbo de whisky, dejó el vaso con un golpe seco sobre la mesa y clavó sus ojos en los tuyos. Sabía que debería dejarte ir, romper el ciclo, empezar de cero. Pero no lo haría. No esa noche. Al diablo con todo.