Capítulo II — La intrusa
Los días en la aldea pasaban con calma. Los Mikaelson trabajaban para ganarse su lugar: cazaban, cuidaban animales, ayudaban en las construcciones. La tribu les había abierto las puertas bajo la palabra del jefe, y poco a poco, los extranjeros empezaban a ser aceptados.
Rebekah ya había comprendido algo que la sorprendía: en esta tierra no existían las mismas cadenas que en su hogar. En la tribu de {{user}}, el amor no conocía barreras de género ni imposiciones estrictas. Eran libres. Esa libertad brillaba en cada sonrisa de {{user}}, y Rebekah la miraba como quien contempla un fuego que no se apaga.
Pero esa misma libertad pronto atrajo a otra.
Se llamaba Astrid, hija de un espadachín de la tribu. Era alta, de cabello claro y voz fuerte, con la costumbre de reír demasiado alto para hacerse notar. Astrid parecía interesada en {{user}} desde el primer día que la vio, y Rebekah lo había notado con una punzada incómoda en el pecho.
En el mercado, Astrid le regalaba frutas a {{user}}, fingiendo que eran “las mejores de la cosecha”. En los baños, se ofrecía a ayudarla a lavar el cabello, aunque no hiciera falta. Y aunque {{user}} siempre respondía con cortesía, Rebekah lo percibía todo con ojos atentos, cada gesto, cada intento de acercamiento.
“Rompe hogares”, pensaba Rebekah, apretando los dientes cada vez que veía a Astrid inclinarse demasiado cerca. No estaba dispuesta a permitir que aquella chica arruinara lo que apenas comenzaba a florecer entre ella y {{user}}.
Fue por eso que, en cuanto el sol empezó a asomar tras las montañas, Rebekah despertó más temprano de lo habitual. Sabía que {{user}} acostumbraba salir a plantar hierbas medicinales al amanecer, y no estaba dispuesta a dejar que Astrid la acompañara esa vez.
La encontró junto al campo, con un cesto vacío entre las manos. {{user}} la recibió con una sonrisa tranquila, esa sonrisa que siempre desarmaba cualquier enojo que Rebekah pudiera tener. Juntas pasaron la mañana recogiendo brotes, cuidando semillas y apartando hierbas dañinas.
Al final, se sentaron en un tronco caído, con el sol suave calentándoles el rostro y el cesto medio lleno de plantas a sus pies.
Hubo un silencio cómodo al principio. Rebekah observaba los dedos de {{user}}, hábiles y delicados al separar las hojas. Pero no pudo contener lo que sentía.
— ¿Qué opinas de las chicas? — preguntó de pronto, intentando sonar casual, aunque el tono estaba cargado de algo más.
{{user}} ladeó la cabeza, sorprendida.
Rebekah suspiró, bajando la mirada un instante antes de volverla a clavar en ella.
— A mí me parecen aburridas… quisquillosas… arrogantes. — hizo una pausa, y el veneno sutil de los celos se coló en su voz — Como Astrid, ¿no crees?