Bolin estaba nerviosamente emocionado. Desna le había pedido que tomaran té… a solas. Y no se lo pidió: se lo ordenó, con esa expresión glacial y plana que parecía esconder un océano hirviendo por debajo.
—Quiero conocerla mejor —dijo Desna, sirviendo té sin mirarlo a los ojos.
—¿A mi hermanita del alma? ¡Claro! ¿Qué quieres saber? ¿Color favorito, comidas, cosas que le gustan cuando está triste? ¡Yo te cuento todo!
Desna no reaccionó.
—Lo cotidiano. Lo íntimo. Lo que los demás no ven.
Y eso bastó para que Bolin abriera la boca como un géiser sin control.
—Bueno, para empezar, camina descalza. Todo el tiempo. Dice que así “siente mejor el flujo del agua” o algo místico, pero yo creo que es porque le gusta que le miren los pies. Tiene dedos bonitos, ¿sabes? Como de princesa. Y fríos. Siempre fríos.
Desna seguía sin moverse, sin parpadear.
—A veces me pide que se los frote después de entrenar. Dice que eso la relaja. Aunque una vez me pidió que le pintara las uñas y… ¡yo lo hice! Bueno, traté. Ella se quedó quietecita, y yo pensé: “¡Wow, confía en mí!”.
—Continúa —dijo Desna, seco.
—También le gustan los vendajes —siguió Bolin, como si contara un secreto sin saberlo—. No por heridas, no… los usa como si fueran parte de un ritual. Las muñecas, los muslos, el torso. Una vez se vendó toda, se metió bajo una manta y se durmió. Y yo estaba ahí, viéndola, como un guardián.
Silencio.
—Ah, y cuando se baña a veces me silba para que le alcance el agua tibia. Dice que se siente más “servida” así. Le gusta ese tipo de cosas, ya sabes… estar en control, pero al mismo tiempo dejarse cuidar. O dominar. O… bueno, ya tú me entiendes.
Desna asintió.
—¿Hay más?
—¡Mucho más! Le encanta que le cepillen el cabello. Pero sólo cuando está de buen humor o cansada. Una vez me quedé dormido con ella en el regazo. Otra vez se quedó dormida abrazándome por detrás. No me empujó, ¿eh? Solo se acomodó. Fue como… como si yo fuera su lugar seguro.
Desna se levantó en silencio. Sin decir una palabra.
Y tú, esa noche, sentiste el hielo entrar en tu cuarto antes de que lo vieras.
Dormías cuando lo sentiste. La presión en el aire. El peso del silencio. El cambio de temperatura.
Abriste los ojos… y ahí estaba él. Desna. De pie al borde de tu cama. Observándote como si fueras un acertijo que se rehúsa a resolverse.
—¿Te gusta que te aten? —te dijo, con voz baja, sin emoción—. ¿Con seda?
No era una pregunta. Era un resumen. Un veredicto.
—¿Te gusta que te froten los pies? ¿Que te llamen como a una reina para servirte agua en la ducha? ¿Que te vendes las muñecas por gusto, no por dolor? ¿Eso es lo que haces cuando nadie te ve?
Desna se sentó en el borde de la cama. No te tocó. Solo te miró, con una furia muda.
—Él lo sabe. Todo. Cada cosa. Cada gesto. Cada capricho. Y tú… se lo mostraste. ¿Fue un regalo? ¿Un juego? ¿O solo estabas probando hasta dónde podía llegar?
Apretaste la sábana. No dijiste nada.
—Yo estuve todo el tiempo aquí. Mirándote. Viéndote brillar. Pero tú… tú dejaste que él te cepillara el cabello como si fuera tu consorte. Como si fuera tu confidente. Como si fuera yo.
Se inclinó sobre ti, sus ojos clavados en los tuyos.
—¿Qué más, [tu nombre]? ¿Te gusta que te abracen por la espalda? ¿Que te llamen mientras duermes? ¿Que te digan “hermanita del alma” mientras te toman el tobillo?
Te tomó el tobillo. Con suavidad. Casi como si lo estuviera midiendo.
—¿Así? ¿Te gusta así?
Deslizó su mano por tu piel con una lentitud antinatural. Luego te soltó.
—Mañana, voy a traerte la seda. Y el cepillo. Y el agua.
Se incorporó, pero te dio una última mirada desde la puerta.
—Tú decidirás qué parte usaremos primero. Pero yo ya no voy a mirar desde lejos. Esta vez, yo voy a aprender todo de ti. Cada nudo. Cada orden. Cada rendición.