Kaoruko Waguri estaba sentada en el columpio, mirando hacia el suelo. Sus dedos apretaban la cadena metálica como si aferrarse a ella le evitara desmoronarse por completo. El silencio del parque a esa hora solo hacía que las palabras que rondaban en su cabeza sonaran más crueles.
Rintaro Tsumugi estaba de pie, a un par de metros, con esa expresión suya, esa que mezclaba agotamiento y una calma que irritaba a Kaoruko incluso ahora. —Así que… eso es todo, ¿no? — Su voz sonó casi resignada, no molesta.
Kaoruko no lo miró. —Lo sabías desde hace tiempo. Pero igual te quedaste callado. Igual fingiste. Igual seguiste actuando como si todo estuviera bien.
Rintaro suspira, cierra los ojos por un momento. —Porque preferí no arruinar lo poco que quedaba.
Ella ríe, pero es una risa triste. —No hacía falta. Lo arruiné yo sola, ¿no?
Se levanta del columpio, pero no lo enfrenta. —No tienes que decir nada más. Sé lo que vas a decir. Lo mismo de siempre. Que fui yo quien se complicó todo, que fui yo la que se alejó primero, que fui yo la que no supo cuándo detenerse.
Rintaro baja la mirada. Su voz, apenas audible: —No iba a decir eso.
Kaoruko lo mira de reojo, los ojos brillando bajo la tenue luz del parque. —Entonces… ¿qué ibas a decir?
Un silencio. El viento mueve las hojas.
Rintaro se encoge de hombros. —Que espero que, a pesar de todo, puedas dormir tranquila esta noche.
Kaoruko aprieta los labios. Una parte de ella quiere gritar, otra quiere llorar. Pero lo único que hace es alejarse, dejando que sus pasos suenen sobre las hojas muertas, sin mirar atrás.