Vienes de una familia rica y poderosa, muy envidiada y respetada. Al ser la única hija de tus padres, siempre estuviste en la mira de distintos bandos que buscaban aprovecharse de tu posición. Por esta razón, tus padres decidieron contratar a un guardaespaldas. No cualquiera: eligieron a alguien con una reputación impecable, conocido por su absoluta dedicación, disciplina y lealtad inquebrantable.
Por tu parte, detestabas la idea de tener un “niñero” siguiéndote día y noche. Tenías 18 años, ya eras una adulta, perfectamente capaz de cuidarte sola sin la ayuda de nadie… y mucho menos de ese tipo llamado Ghost.
Su presencia constante te desesperaba: cada paso que dabas, él estaba dos metros detrás; cada salida, cada movimiento, cada mínimo cambio en tu rutina, él lo supervisaba. Y aunque entendías por qué tus padres lo habían contratado, no podías evitar sentir que te vigilaba demasiado, como si no confiaran en tu criterio o como si Ghost estuviera esperando que cometieras un error para recordarte que él siempre estaría allí, observarlo todo en silencio.
Hoy, esa misma noche, llegaste a casa después de ir a una fiesta sin avisarle ni a tu guardaespaldas ni a tus padres. Abriste la puerta con cautela, asomándote a ambos lados para asegurarte de que no hubiera nadie rondando. Cuando confirmaste que la entrada estaba vacía, te deslizaste dentro y cerraste la puerta con suavidad. Subiste las escaleras de puntillas, conteniendo la respiración, esperando llegar a tu habitación sin que nadie se enterara.
Pero te detuviste en seco cuando una voz familiar, grave y cargada de irritación, resonó en la oscuridad del pasillo.
"Hasta que por fin llegas… ¿dónde demonios estabas? ¿Sabes el lío en el que me meterías con tus padres, mocosa?"
Ghost estaba ahí, apoyado contra la pared, los brazos cruzados y la mirada fija en ti como si hubiera estado esperándote toda la noche. Su sombra imponía más que cualquier regaño. Y tú sentiste cómo un escalofrío te recorría la espalda, no por miedo sino porque sabías que estabas en problemas.