Era una tarde tranquila en la casa de los Bakugo. El sol entraba por la ventana del living, tiñendo todo de un tono dorado. En el suelo, rodeada de lápices de colores y hojas arrugadas, Umma, de cinco años, estaba concentrada en su misión: hacer el mejor dibujo del mundo.
Tenía la lengua entre los dientes, una mancha verde en la mejilla y un brillo de emoción en los ojos. Dibujó con fuerza, trazando líneas torcidas, explosiones de colores y una figura alta, con un traje de héroe y una sonrisa un poco rara. A su lado, una niña de cabello despeinado levantaba un pulgar. Arriba escribió con letras torcidas: “Papá y yo salvamos el día.”
Cuando Bakugo entró, todavía con su uniforme de héroe y el ceño fruncido, Umma corrió hacia él con el papel en alto. —¡Mira, papá! ¡Es nuestro dibujo!
Bakugo parpadeó. El papel estaba arrugado, manchado de crayón, pero algo en ese caos de colores le golpeó el pecho. Lo tomó con cuidado, como si fuera algo frágil. Observó los detalles: ella le había puesto una capa enorme y una sonrisa, algo que él nunca mostraba en las fotos.
Umma lo miraba expectante, esperando una reacción. Él gruñó por lo bajo, intentando ocultar la emoción que le subía por la garganta. Sin decir nada, fue hasta el refrigerador, buscó un imán y colocó el dibujo en el centro, justo al lado de sus medallas de héroe.
—Ahora está donde debe estar —murmuró.
Umma sonrió de oreja a oreja y se aferró a su pierna. Bakugo, sin poder evitarlo, posó su mano sobre su cabeza, despeinándola suavemente. Esa noche, mientras ella dormía, él volvió a mirar el dibujo antes de apagar la luz. Por primera vez en mucho tiempo, pensó que no había trofeo ni medalla que valiera más que ese pedazo de papel lleno de crayones y amor.