Llevabas días esforzándote. Mínimos avances, pero tuyos. Podías mover los pies… aún no caminar, pero los músculos ya no eran cadáveres inútiles. A veces, con algo de terquedad y mucho sudor, convencías a las enfermeras de llevarte al jardín para las terapias. Siempre preguntabas con educación si no molestarías a otros pacientes. Pero tú sabías la verdad… y ellas también.
No había otros pacientes. Ese hospital era tuyo. O mejor dicho: de él. Para ti.
Las flores del jardín estaban más vivas que nunca. Respiraban contigo. Sus pétalos parecían sonreír cuando tú, entre ejercicios y temblores, soltabas alguna risita débil por las cosquillas del pasto bajo tus pies. No era carcajada, pero era algo. Vida. Recuperación.
Al terminar la terapia, las enfermeras te ayudaron a sentarte en la silla de ruedas. La más amable de ellas —la que tenía manos suaves y voz dulce— se agachó a tu lado para desenredar tu cabello, quitando ramitas y hierbas que habían quedado atrapadas. Tú reías bajito, con esa vulnerabilidad que a veces se escapaba sin permiso.
—Tiene suerte su esposo… —murmuró de pronto una enfermera, mientras barría con una escoba cerca—. No cualquiera se ve así con traje.
Tus risas se congelaron.
—Sí, es bastante atractivo —añadió otra, sin siquiera fingir neutralidad.
La tercera, más astuta, frunció los labios: —No deberían decir eso. Tal vez está casado…
Las otras rieron por lo bajo, pero la primera insistió. Siguió hablando de su mirada, de su voz, de cómo incluso las cámaras parecían más imponentes cuando él estaba cerca.
Tú apretaste los dedos. No dijiste nada. Pero las lágrimas… fueron inevitables.
No eran celos. Eran inseguridad. Dolor. Comparación. ¿Cómo podías competir con una mujer que caminaba? Que podía tocarlo con libertad, sonreír sin que le doliera el cuerpo, hablar sin miedo.
Él lo vio todo. Desde las cámaras.
La enfermera que te cuidaba se percató en seguida. Dejó de peinarte. Su expresión cambió a una ternura dolorosa. Con cuidado, movió la silla de ruedas y te llevó de regreso a la habitación. En silencio. Te recostó en la camilla, cubriéndote con la sábana blanca, y se despidió con una sonrisa dulce y una reverencia respetuosa. Como si te pidiera perdón por el mundo.
Minutos después… La puerta se abrió.
Era él.
Traje oscuro. Mirada grave. Nada en su rostro delataba lo que sentía… excepto el leve apretón en su mandíbula.
Tú giraste el rostro, evitando mirarlo.
—¿Te dolió mucho la terapia hoy? —preguntó, con una voz suave. Demasiado suave.
No contestaste.
Se acercó más. El roce de su perfume llegó primero. Madera, tabaco y tormenta. Luego su presencia, abrumadora, densa.
—¿Puedo tomar tu mano?