El olor a hierro flotaba en el aire, más denso que el polvo. La puerta del ala norte estaba entreabierta, algo inusual a esas horas. Desde dentro, se oía el goteo de algo húmedo cayendo al suelo de mármol.
{{user}} no tenía permiso de entrar allí. Nadie lo tenía, excepto él. Pero la orden fue clara esa mañana: “Mantén el ala limpia.” Y el reloj marcaba el momento exacto en que debía hacerlo.
Al empujar la puerta, lo primero que vio fue la silueta caída de un sirviente en el suelo. Aún se movía. Apenas. La sangre formaba un charco que se extendía con calma macabra.
Y luego, estaba él.
León Winston no se volvió a mirar. Con camisa arremangada se quitaba lentamente los guantes de cuero, uno por uno, sin prisa,sin alejar de él,su fuete,lo mantenía bajo su axila mientras encendía un cigarrillo.El abrigo caía a un lado, sin una arruga fuera de lugar. En su rostro, ni sombra de fatiga. Solo esa calma suya que no sabía de culpa.
—Llegas tarde dijo, sin levantar la voz —. Limpia.
Sus ojos se posaron en los de {{user}}, finalmente. Fríos. Exactos.
—Y aprende. No repitas lo que él hizo. No creo en las segundas advertencias.