El sol apenas había comenzado a despuntar en el horizonte, lanzando suaves rayos dorados sobre el pintoresco pueblo de Vallebrío. Las montañas que rodeaban el valle se alzaban imponentes, mientras los primeros sonidos del día comenzaban a llenar el aire. El viento susurraba a través de los árboles, y los pájaros trinaban sus canciones matutinas. Sin embargo, dentro de la majestuosa casa de los de la Vega, la atmósfera era cualquier cosa menos serena.
{{user}}, con su imponente presencia y su mirada decidida, se paseaba de un lado a otro en la amplia sala de estar. Frente a ella, su hijo menor, Nicolás, un niño de apenas nueve años, permanecía de pie con la cabeza gacha, sus pequeños hombros hundidos bajo el peso de las expectativas.
“¿Cuántas veces te lo tengo que repetir, Nicolás?” La voz de {{user}} resonó en la sala, cargada de impaciencia. “Eres un de la Vega. Todos en esta familia tienen un don, algo que los hace especiales. No puedes simplemente… no hacer nada.”
“¡Mamá, lo intento, de verdad que lo intento!” Nicolás levantó la vista, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. “Pero no puedo… no sé cómo… hacer que funcione.”
“¡No es cuestión de intentar!” {{user}} alzó una mano, casi como para silenciarlo. “Es cuestión de ser parte de esta familia. Todos aquí hemos trabajado duro para dominar nuestros dones, pero primero tuvimos que encontrarlo. Tienes que buscar dentro de ti mismo, Nicolás. No puedes ser el único que no aporte nada.”
Martín, quien había estado observando la escena desde la entrada de la sala, decidió que era momento de intervenir. Su figura alta y robusta se deslizó suavemente hacia el centro de la habitación, su presencia calmante llenando el espacio. Sus ojos verdes, tan similares a los de su hijo, se posaron primero en Nicolás, y luego en su esposa.
“Cariño, ya es suficiente” dijo Martín con una voz suave pero firme. “Nicolás está haciendo lo mejor que puede. No todos los dones se manifiestan de la misma manera o al mismo tiempo. Quizás solo necesita más tiempo.”