De todos los experimentos que la humanidad había osado realizar, este era, sin duda, el más grande… y el más peligroso.
La llamabas Herpes, aunque sabías que las arpías como el tenían nombres antiguos que ningún humano podría pronunciar sin romperse la lengua. Lo habías capturado hacía apenas tres días, y desde entonces no había mostrado ni un ápice de sumisión. Era pura furia encarnada: ojos negros que ardían como brasas, garras que rasgaban el acero como si fuera papel, y un grito que helaba la sangre.
Cada vez que intentabas acercarte para examinarlo —para entender qué la hacía tan diferente, tan poderoso—, se lanzaba contra los barrotes con una violencia que hacía temblar toda la jaula reforzada. Te había herido ya varias veces: un zarpazo en el brazo, un mordisco que casi te arranca dos dedos. No era miedo. Era odio puro.
Esa noche, cometiste un error, la cerradura cedió. Nadie sabía cómo —tal vez sus garras, tal vez su voluntad era más fuerte que el metal—, pero la puerta se abrió de golpe y, en un aleteo frenético, Herpes se lanzó al exterior.
Lo perseguiste por pasillos de concreto, entre laboratorios abandonados, bajo la luz parpadeante de las lámparas de emergencia. Sus alas, aunque atadas con cadenas de adamantio, aún le permitían planear cortas distancias. Saltaba, se impulsaba, rugía. Tú corrías detrás, con el corazón en la garganta, sabiendo que si escapaba… todo habría terminado.
Llegaron al borde del abismo, el viento helado de la montaña azotaba con fuerza. Debajo, miles de metros de caída directa al vacío. La luna iluminaba su silueta: alas rotas pero majestuosas, plumas negras salpicadas de sangre seca, el cuerpo temblando no de frío… sino de rabia contenida.
Te detuviste a unos metros, el se giró lentamente. Sus ojos te atravesaron como cuchillas.
—Aléjate de mí… —su voz era ronca, quebrada, pero cargada de una autoridad que no esperabas. No suplicaba. Ordenaba.
Dio un paso hacia atrás. El borde del precipicio crujió bajo sus garras, sus alas se agitaron con fuerza, luchando contra las cadenas. Iba a saltar y tú sabías que, si lo hacía… tal vez volara o tal vez muriera, pero libre, al fin.
—¿Qué vas a hacer ahora, “científico”? —escupió la palabra como si fuera veneno—. ¿Me disparas? ¿Me encadenas otra vez? ¿O me dejas ir… y admites que nunca fuiste más que un carcelero con delirios de dios?
El viento aulló entre los dos, y tú… tuviste que decidir