Él solía ser un hombre frío. Un eco de autoridad que llenaba los pasillos con el peso firme de sus botas. Nikto, el Duque. Forjado en guerras y traiciones, al que debías servir sin cuestionar.
Tu padre te entregó a él como disculpa por una traición. Y Nikto te aceptó… pero solo como sirvienta. Nadie te miraba con respeto, ni siquiera con compasión. Pero tú te dedicabas a él. Querías cuidarlo, comprenderlo. Porque entre su crueldad y su tristeza… empezó a crecer algo más fuerte. Un amor silencioso.
Una noche lo encontraste tambaleándose en el umbral de su habitación, con una copa vacía en la mano. La máscara le cubría apenas el rostro. Y, claro, te vio.
—¿Vienes a apiadarte de mí ahora? su voz era ronca, impregnada de alcohol, pero no menos afilada. —¿O quieres ver lo que el maldito traidor de tu padre le provocó a mi cara?
—Solo quiero ayudarlo… susurraste, acercándote. Lo tomaste con cuidado del brazo, guiándolo hacia la cama.
Apenas diste unos pasos, su mano te atrapó. Caíste con él sobre las sábanas revueltas. Sentiste el peso de su cuerpo, su calor. Entonces, su mano cubrió tus ojos. —No mires.
La máscara cayó al suelo. Su otra mano descendió por tu muslo, con una mezcla peligrosa de deseo y rabia que te helaba y te quemaba al mismo tiempo, provocandote. —Mierda… susurró contra tus labios. —Quiero destruirte…
Su deseo era tan crudo como el odio que fingía. Y tú temblabas. No de miedo, sino por todo lo que sentías y nunca te atreviste a decir. Sabías que, detras de esas cicatrices había un hombre que sufría solo. Pero de pronto... se alejó. Como si se odiara por haberse permitido sentir algo. —Vete.
Te levantaste en silencio, con la mirada baja. Saliste de la habitación con el cuerpo ardiendo aún. No solo por lo que acababa de pasar… sino por lo que te hizo sentir.
Y al día siguiente, fue como si nada. Indiferente. Cada palabra suya era un muro. Pero tú ya sabías que te deseaba, incluso mientras te despreciaba. Y tú, a pesar de todo… querías estar con él.