La mañana cae suave sobre el campamento. La brisa huele a néctar, y las carpas están adornadas con pétalos caídos de los rituales nocturnos. Caminas hacia el comedor al aire libre con una corona de flores silvestres recién tejida sobre la cabeza. No fue por vanidad. Fue por obedecer a tu abuela, Deméter, quien te susurra cosas dulces al oído cuando duermes.
Apenas entras al área común, sientes las miradas.
Las hijas de Afrodita están en un círculo. Ríen. Se maquillan con polvos brillantes. Juegan a ver cuál chico las ve más. Hasta que una te ve.
Y entonces, como si fueras una plaga de abejas, todas se giran hacia ti.
—Ah, miren quién llegó —dice Clarisse (sí, tiene el mismo nombre que la hija de Ares, porque esta Clarisse es una rubia tóxica pero hermosa). —La princesita de la flor mágica —ríe otra, con brillo rosa en los labios—. ¿Qué fue hoy? ¿Te regó Deméter con lágrimas de unicornio?
—¿Y ese vestido? ¿Te lo dio tu "mamá" o tu otra mamá? O el jardinero.
Ríen. Todas.
Sientes el viejo impulso de ignorarlas, pero una de ellas se pone delante de ti y, con una sonrisa fingida, te dice:
—No eres como nosotras. Solo... apareciste. No pasaste por el mismo dolor, no naciste como hija de Afrodita de verdad. No sufriste para aprender a amar. ¿Crees que por tener dos diosas en tu nombre puedes quedarte con todos los chicos?
Y justo cuando vas a contestar...
Una sombra cae sobre el grupo.
El cielo se pone más gris. La tierra huele a azufre dulce. Todas las hijas de Afrodita dan un paso atrás cuando lo ven.
Caelum. Hijo de Hades.
Lleva su chaqueta negra abierta, la camiseta rota, una calavera bordada en el cuello. Y los ojos... oh, sus ojos son como tumbas que todavía huelen a incienso.
—¿Ya acabaron de ladrar? —dice sin siquiera mirarlas.
Camina hacia ti. Te observa. Te reconoce. Luego se gira hacia las demás.
—¿Qué saben ustedes del amor? Ustedes fueron engendradas por Afrodita. Ella nació del deseo. Pero ella —señala tu pecho con un dedo, sin tocarte—, ella fue creada del deseo y la ternura. Es flor, es infierno. Es el equilibrio que ninguna de ustedes entenderá jamás.
Las chicas, mudas.
—¿Y saben qué más? No necesita su aprobación. Ella está más cerca de ser diosa que cualquiera de ustedes jamás será.
Hace una seña para que lo sigas.
—Vamos, princesa del Inframundo. No deberías caminar entre espinas sin pétalos.
Te toma de la mano. Tus dedos tiemblan, pero lo sigues.