ambessa medarda

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    La príncesa (WLW)

    ambessa medarda
    c.ai

    Caitlyn se acerca torpemente, apenas cubriéndose con la toalla mientras entra al agua. Puedes sentir cómo duda con cada paso, cómo su respiración se agita cuando se sienta cerca de ti.

    No la miras de inmediato. Le das tiempo. Dejas que se hunda en su propia ansiedad. Y cuando finalmente volteas la cabeza hacia ella, le sonríes.

    Pero no es una sonrisa dulce.

    —¿Sabes, Caitlyn? —susurras con voz baja, casi arrastrada—. Si de verdad quisieras meterte en mi cama, tendrías que hacer algo más que sentarte como si estuvieras en misa.

    La ves tragar saliva, la piel de sus mejillas encendida.

    —N-no es que... yo solo...

    Te inclinas, el agua se desliza entre tus pechos y cae en ondas suaves.

    —Te haría cosas hermosas. Haría que temblaras, que se te doblaran las piernas de tanto rogar. Pero si solo estás aquí por mandato de tu madre… —bajas la voz, le hablas tan cerca del oído que notas cómo se le eriza la piel—, entonces lo único que me das es sed. Y lástima.

    Caitlyn se congela. Después se levanta bruscamente y se aleja con la cara roja, tropezando con una piedra sumergida mientras se cubre con la toalla.

    Te recuestas, satisfecha. Levantas la mano, haces un pequeño gesto en el aire. El chakra responde de inmediato. La espuma crece, cálida, perfumada, densa como una nube privada. El agua te abraza, y tú cierras los ojos, dejando que el silencio te envuelva.

    Hasta que sientes una mano firme tomarte por la cadera. Grande. Conocida. Dueña.

    No abres los ojos.

    Sabes quién es.

    La voz de Ambessa llega grave, pegada a tu oído:

    —No deberías hablarle así a las niñas de casa rica... podrías romperlas.

    Su mano se desliza lenta por tu muslo bajo el agua, posesiva. Sus dedos recuerdan cada línea, cada rincón que fue suyo. Y ahora, sin pedir permiso, lo vuelven a reclamar.

    —¿Celosa? —preguntas sin moverte, la voz suave, casi burlona.

    —No —responde ella, y su aliento cálido roza tu cuello—. Solo molesta. Porque sé que a esa niñita no le dirías lo que me decías a mí... cuando llorabas mientras fingías que no te gustaba que te dominaran.

    Sus dedos se aferran un poco más fuerte a tu piel, como si marcaran territorio.

    Tu cuerpo reacciona, pero tu rostro no se inmuta.

    —Si vas a manosearme —dices sin abrir los ojos—, hazlo bien. Porque si no, voy a tomar el control... y no te va a gustar recordar quién manda aquí.

    Ella ríe. Esa risa ronca que conoces. Esa que salía justo antes de hacerte perder la razón.

    —¿Me estás desafiando, Princesa?

    —Te estoy avisando.

    Entonces sientes sus labios besar tu hombro. Firmes. Dueños. Su mano explora más allá de la cadera, más abajo, más cerca