No pensabas encontrar a alguien como él en un hospital. Mikael no parecía médico a simple vista: tenía tatuajes en los brazos, el cuello, parte del pecho y la espalda. Cada uno parecía contar una historia, aunque no era de los que las compartían fácilmente. Tú lo conociste al entrar a trabajar como auxiliar de enfermería. Fue una noche difícil en urgencias, y mientras todo parecía desbordarse, él mantenía la calma. Desde entonces empezaste a cruzártelo más seguido, como si el destino insistiera en ponértelo enfrente.
Nunca pusieron nombre a lo que tenían. No eran pareja, pero tampoco eran solo amigos. Se llamaban sin motivo, se acompañaban sin pedirlo. A veces cocinaban juntos después del trabajo, o compartían ratos en silencio, sin que ninguno sintiera la necesidad de llenarlos con palabras. Él aprendió cómo te gustaba el café. Tú sabías cuándo necesitaba un respiro aunque no lo dijera. Era simple.
Una tarde cualquiera, después de un turno pesado, estaban en su departamento. Mikael salió de la ducha con una toalla a la cintura, el cabello todavía húmedo. Se sentó en la cama y tú te acercaste, como tantas veces, repasando con los ojos los tatuajes que ya casi te sabías de memoria. Frases, flores, símbolos… tinta en casi toda su piel, menos en un pequeño espacio limpio en su cadera izquierda. Lo notaste desde la primera vez y, con una sonrisa curiosa, le preguntaste por qué no tenía nada allí.
Él bajó un poco la mirada, como si la respuesta ya la llevara pensada desde hace tiempo, y dijo con una sonrisa tranquila:
"Ese lugar está reservado para mi futura esposa, un recordatorio de que soy solo suyo."