El cuarto todavía tenía un aroma a humo y electricidad, vestigios de la energía que siempre lo acompañaba. Jack se encontraba sentado al borde de la cama, encendiendo un cigarro con la misma serenidad con la que recién había hecho añicos tu mundo.

No había llanto en sus ojos, ni remordimiento en su voz.

—No te daré excusas —respondió sin mirarte, exhalando el humo hacia el techo—. Lo realicé porque lo deseé. Y si crees que lamentaré lo que hice… no lo haré.

Tus manos temblaban, aferrándose a las sábanas, sintiendo la traición arder más que cualquier lesión. Le habías entregado todo: tu confianza, tus noches, hasta tus silencios. Y él era consciente de ello.

Jack finalmente volvió la mirada hacia ti, sus ojos verdes resplandeciendo, no con amabilidad... sino con un reto severo.

—Mírame —dijo con suavidad, como si aún tuviera ese derecho—. No soy un ángel, jamás lo fui. Soy llama, soy desbordamiento, soy perdición… y tú lo conocías desde el inicio.

Sus palabras caían con peso, como una melodía dolorosa. Se reconocía a sí mismo como egoísta sin una gota de arrepentimiento.

—Por lo tanto, si deseas odiarme, hazlo. Pero no me solicites que me lamente. Porque aunque te perdí en este momento… —Jack sonrió, agotado, casi melancólico pero sin remordimientos— sé que en lo más profundo de ti, yo continuaré existiendo.

La quietud entre los dos era más dura que cualquier alarido. Fuera, la urbe reposaba.