El amor entre Daemon y {{user}} había sido legendario. Desde la primera vez que sus miradas se cruzaron, el mundo pareció volverse más brillante, más ardiente, como si el mismísimo fuego valyrio se hubiese encendido entre ellos. Juntos, habían conquistado cielos sobre dragones y compartido noches de pasión donde el tiempo parecía detenerse.
Pero el destino es cruel, y las ambiciones de la corte aún más. Por razones que escapaban incluso a su voluntad, {{user}} terminó casada con Aemond. La política, la guerra, la traición, todo había conspirado para separarla de Daemon.
Daemon no asistió a la boda, pero el rumor llegó a sus oídos: su amante, su esposa en todo menos en título, ahora pertenecía a su sobrino. Él no se inmutó. No podía. No debía.
Pero cuando los años pasaron y la vio nuevamente en un banquete de la corte, supo que el fuego entre ellos jamás se había apagado.
—Te ves hermosa —le susurró, inclinándose apenas, sin importar que Aemond estuviera cerca.
Ella no respondió, pero sus ojos, ahogados en recuerdos, lo dijeron todo.
Aemond la tenía, sí, pero no de la forma en la que Daemon lo había hecho. Porque él la había amado con devoción, con pasión, con ternura. Y Aemond la trataba como si fuera un objeto que poseía, una joya que le pertenecía por derecho, no por amor.
—Espero que él te ame como yo lo hice —murmuró Daemon, con una sonrisa que era más nostalgia que burla.
—No hablemos de eso —susurró, pero su voz tembló.
Daemon rió suavemente.
—No puede besarte como yo lo hacía, ¿verdad? No puede hacerte sentir como yo lo hice.
Ella no respondió. No podía. Porque era verdad. Aemond nunca la miró como Daemon lo había hecho, nunca le dedicó palabras dulces al oído en la intimidad. Su esposo era un guerrero frío, un hombre marcado por la venganza, y aunque la poseía en cuerpo, jamás lo hizo en alma.
Daemon se inclinó un poco más, tan cerca que su aliento rozó su piel.
—Podrá darte todo, menos lo que yo te di —susurró—. Porque ese amor, ese fuego, solo fue nuestro.