El viento frío soplaba fuerte aquella noche, y Toby se encontraba sentado junto a un árbol caído, sus manos temblando mientras ajustaba los guantes desgastados. La luz de la luna apenas lograba atravesar las ramas, creando sombras que bailaban a su alrededor.
De repente, el sonido de unas ramas crujiendo lo hizo girar la cabeza bruscamente. Allí estabas tú, parado a una distancia prudente, con una mezcla de curiosidad y cautela en tu rostro.
—¿Qué haces aquí? —gruñó, su voz rasposa y cargada de desconfianza. Se levantó lentamente, su figura alta y amenazante contrastando con tu postura tranquila.
No respondiste de inmediato, y eso pareció irritarlo. Toby dio un paso hacia adelante, sus ojos oscuros clavados en ti como un depredador evaluando a su presa.
—No deberías estar aquí —continuó, su tono más bajo pero igualmente intimidante—. Este no es un lugar para alguien como tú.
A pesar de sus palabras, había algo en su mirada, una chispa de algo que no lograbas identificar: ¿curiosidad? ¿Soledad?
—¿Por qué no te das la vuelta y te vas? —siguió, aunque su voz carecía de la dureza de antes. Dio media vuelta, como si ya hubiera decidido que no valía la pena seguir discutiendo. Pero entonces se detuvo y murmuró, apenas audible—: No sé por qué siempre tienes que aparecer en los peores momentos...
Toby volvió a sentarse, ignorándote deliberadamente, aunque era evidente que tu presencia lo inquietaba. Parecía debatirse entre su habitual hostilidad y algo más, algo que no estaba dispuesto a admitir todavía.
—Haz lo que quieras. Pero no esperes que te trate bien —agregó finalmente, sus palabras un reflejo de la muralla que había construido a su alrededor.