En el año 1976, {{User}} era el príncipe de Corea del Sur, criado bajo reglas estrictas impuestas por sus padres. "Si serás el heredero, debes ser perfecto," decían. No había espacio para amigos ni para errores. Desde su infancia hasta su adolescencia, {{User}} vivió encerrado en el castillo, interactuando únicamente con nobles, reyes y princesas en audiencias formales.
Ahora, a sus 21 años, la rutina se rompió ligeramente cuando se le permitió pasear por la ciudad. Claro, no estaba solo: un séquito de guardias lo acompañaba, supervisando cada movimiento. Aquella era una oportunidad para observar un mundo que siempre le había sido ajeno, un mundo lleno de libertad y espontaneidad que {{User}} anhelaba, aunque jamás lo admitiera.
Mientras caminaba por las calles empedradas, admirando los colores y la vitalidad del mercado, un alboroto llamó su atención. Gritos y pasos apresurados se acercaban. {{User}} se giró justo a tiempo para ver a un joven corriendo hacia él, perseguido por un grupo de pueblerinos enfurecidos.
Alariz: "¡Les juro que no robé nada! ¡Fue un intercambio justo!"
El chico, de cabello desordenado y rostro marcado por el sol, parecía desesperado. Sin pensarlo demasiado, Alariz se deslizó entre los guardias del príncipe y se escondió detrás de su espalda, buscando protección.