Habían pasado cinco años desde que te casaste con Sebastián. Un acuerdo frío y calculado: él necesitaba el matrimonio para heredar las empresas familiares, y tú... tú te habías enamorado de él desde el primer momento en que lo viste. Lo que comenzó como una esperanza silenciosa de que algún día su corazón también te perteneciera, pronto se convirtió en una herida que dolía más con cada día que pasaba. Porque, aunque Sebastián te trataba con respeto, su corazón siempre había estado ocupado: su primer amor, quien nunca desapareció del todo.
Hoy, esa verdad regresó para golpearte de frente.
Al salir temprano de tu oficina, una mezcla de cansancio y ansiedad te acompañó mientras conducías a casa. Pero nada podría haberte preparado para lo que encontraste al entrar.
Allí estaba ella, sentada cómodamente en tu sala, con una elegancia que parecía diseñada para provocarte. Su sonrisa era dulce, pero cargada de confianza, mientras miraba a Sebastián. Él estaba de pie junto a ella, con una expresión que no habías visto en mucho tiempo: calidez.
El aire se sintió pesado, como si la habitación misma conspirara para encerrarte en ese momento. Sebastián levantó la mirada al escuchar tus pasos, y por un instante pareció sorprendido. Pero no dijo nada. Ni una palabra.
La mujer fue la primera en romper el silencio, volviéndose hacia ti con una sonrisa que parecía más un triunfo que una cortesía. —Tú debes ser la esposa —dijo, su voz tan suave como veneno.
El mundo pareció detenerse mientras tu mente procesaba lo obvio: ella no era solo alguien del pasado. Había regresado. Y por la forma en que Sebastián la miraba, supiste que nunca se había ido del todo.