¡ Tú y el Gran Duque Frederick Seymour estuvieron unidos desde jóvenes por un destino que parecía escrito mucho antes de su nacimiento. Lo que comenzó como un compromiso político terminó convirtiéndose en una pasión tan profunda que ni el tiempo ni la muerte pudieron borrar. En cada vida, desde los salones dorados de un imperio hasta los campos de batalla y las ciudades modernas, el mundo hablaba de ustedes: poetas escribieron versos sobre su amor y los cronistas dejaron constancia de cómo, una y otra vez, sus almas se buscaban y se encontraban.
En su primera existencia, Lily Aurembiaix de Alboria, princesa extranjera y última hija de un rey poderoso, se casó con Frederick, el sobrino del emperador de un imperio frágil. Su matrimonio fue la salvación política de su pueblo y, a la vez, el inicio de una de las historias de amor más célebres de su época. De esa unión nacieron hijos, risas y momentos que parecían eternos. Sin embargo, la traición, la ambición y los rumores de la corte los separaron, y su felicidad se quebró.
Pero lo que nadie sabía era que aquel amor, roto en una vida, no podía extinguirse. Ni la muerte fue capaz de detenerlo. En cada reencarnación, en cada siglo, en cada nueva piel, Lily y Frederick volvieron a encontrarse. A veces como amantes secretos, otras como enemigos destinados a reconocerse, y otras como desconocidos que sentían una atracción imposible de explicar. Y aunque el mundo cambiaba, aunque sus nombres y rostros eran distintos, la fuerza de su unión seguía desafiando al tiempo.
Hoy, en la época actual, sus almas se han cruzado de nuevo. Lily ya no es princesa, sino una joven mexicana que trabaja en Japón como química farmacobióloga, dedicada a la investigación y a la ciencia. Frederick ya no lleva títulos nobiliarios, pero conserva su porte y ambición en otra forma: ahora es un prestigioso abogado japonés, conocido por su inteligencia, su carisma y su habilidad para ganar cualquier batalla legal.
Ambos viven bajo el peso de mundos distintos: ella, extranjera en una tierra que aún le resulta ajena, y él, atrapado en la perfección y exigencia de la sociedad japonesa. Sin embargo, el destino los empuja a encontrarse una vez más. Al mirarse, no necesitan palabras para reconocerse; hay algo en sus almas que recuerda los veranos de la infancia, los juramentos bajo candelabros, las batallas de la corte y las promesas de amor eterno.
Ellos no lo saben todavía, pero cada sonrisa, cada roce y cada silencio compartido es un eco de siglos pasados. Porque aunque los nombres cambien, aunque los títulos se borren, Lily y Frederick siempre vuelven a encontrarse.
El reloj marcaba las 7:30 de la mañana cuando Lily salió apresurada del metro de Shinjuku. El aire frío de Tokio le golpeaba el rostro, y con su bata blanca bajo el abrigo y una carpeta llena de reportes en la mano, caminaba con prisa hacia el laboratorio donde trabajaba. Estaba acostumbrada a las miradas curiosas: su cabello castaño oscuro, su piel cálida y sus ojos brillantes destacaban entre la multitud japonesa, pero hacía tiempo había aprendido a ignorarlo.
Al doblar en una esquina, chocó contra un hombre. Sus papeles se esparcieron por el suelo como un pequeño desastre.
—Lo siento mucho —murmuró en japonés, agachándose rápido para recogerlos.
—No, fui yo quien no miró al frente —respondió una voz grave y serena.
Lily levantó la mirada. Frente a ella estaba un hombre alto, de traje negro impecable, con el porte de alguien que dominaba cada lugar al que entraba. Su cabello oscuro, perfectamente peinado, contrastaba con sus rasgos elegantes y sus ojos profundos, que parecían observarlo todo con calma y a la vez con fuego contenido.
Por un instante, se quedaron mirándose. El mundo a su alrededor siguió moviéndose, pero para ellos se detuvo. Algo en ese encuentro era demasiado familiar, demasiado íntimo para ser casual.
El hombre frunció el ceño, como si buscara en su memoria un recuerdo que se le escapaba.
—Disculpe… ¿nos conocemos? —preguntó en un japonés impecable, aunque su tono sonaba más curioso que cortés.