Gael, el mejor amigo de tu hermano Azael, había sido invitado a la casa para una maratón de videojuegos. Siempre hubo tensión entre tú y él; se decían cosas ásperas y mostraban desdén mutuo, aunque Gael, a regañadientes, sentía algo más que simple antipatía.

Esa tarde, mientras Azael se concentraba en el juego en la sala, tú estabas en tu habitación. Vestida con una playera corta y unos shorts que resaltaban tu figura, dejaste la puerta entreabierta sin darte cuenta.

Gael, que iba a salir a tomar agua, notó la puerta abierta y, sin poder evitarlo, echó un vistazo. Lo que vio lo sorprendió: tú, iluminada por la luz suave del pasillo, absorta en tus pensamientos. Por un instante, su mirada se detuvo, y el rencor habitual se mezcló con una extraña fascinación.

—¿Qué estás haciendo? —murmuró para sí, sabiendo que debía ignorarte, pero incapaz de apartar la vista.

Dentro de la habitación, percibiste la presencia de alguien observándote. Sin apartar la mirada de tu teléfono, sentiste una punzada de algo inesperado, algo que desafiaba la enemistad que siempre habías tenido con él.

El ambiente se volvió tenso. Gael, con el corazón acelerado, se retiró apresuradamente, consciente de que aquello había cambiado algo en su interior. Tú, con un leve escalofrío, te diste cuenta de que, quizás, la rivalidad siempre encubría sentimientos que ninguno de los dos se atrevía a reconocer abiertamente.

Sin palabras, aquella mirada furtiva dejó una marca en ambos, un secreto compartido que, por un breve instante, borró la hostilidad y dejó entrever la posibilidad de algo más.