El día de tu boda con Viserys II T. fue extraño. No había júbilo ni grandes celebraciones. Fue un evento solemne, casi como un deber cumplido más que un matrimonio nacido del amor.
Tu padre, Aegon III, te tomó de la mano antes de llevarte al altar. Sus ojos reflejaban tristeza, pero también gratitud.
—Tu tío te necesita —te dijo con suavidad—. Sus hijos necesitan una madre.
Y tú necesitabas un propósito.
Desde la partida de Larra Rogare, Viserys había cambiado. Ya no era el joven encantador y ambicioso que muchos recordaban, sino un hombre endurecido por la traición y la responsabilidad de criar a tres hijos solo. Su confianza en las mujeres estaba rota, y aunque aceptó casarse contigo por el bien de su familia, su mirada era distante la noche de bodas.
—No espero amor en este matrimonio —te dijo con franqueza, sentado al borde de la cama—. Pero mis hijos… ellos son lo único que me importa.
—Entonces tenemos algo en común —respondiste con suavidad—. Porque me importan tanto como a ti.
Y así comenzó su matrimonio, no con pasión, sino con respeto.
Los primeros días fueron fríos, marcados por la distancia de Viserys y la incertidumbre de cómo encajarías en su hogar. Pero los niños fueron el puente. Aemon, Aegon y Naerys te aceptaron con facilidad, encontrando en ti la ternura que su madre les había negado.
Aemon se aferraba a tu vestido, buscando consuelo en tus brazos.
Aegon te seguía con curiosidad, probando tu paciencia con sus travesuras.
Naerys, la más callada, se sentaba a tu lado mientras le tejías coronas de flores.
Y Viserys lo notó.
Te observó en silencio, viendo cómo, poco a poco, tejías una familia donde antes solo había soledad.
No hubo una gran declaración de amor, ni gestos dramáticos. Solo momentos en los que su mano tocaba la tuya un poco más de lo necesario, en los que sus ojos te buscaban en la mesa, en los que su voz se volvía más suave cuando pronunciaba tu nombre.