La lluvia caía sin piedad sobre el parque vacío. Las hojas empapadas cubrían los caminos como recuerdos olvidados. John estaba sentado en una banca de hierro, empapado, la mirada fija en la nada.
Había terminado otro juego esa mañana. Otro cuerpo. Otra prueba. Y, sin embargo, no sentía victoria. Solo ese silencio sordo, como una sala sin ecos.
La tormenta le calaba los huesos, pero no se movía. Sentía que el mundo entero se estaba deshaciendo, y él con él.
Entonces, sin aviso, algo cálido lo cubrió desde arriba. Un paraguas. Y una voz suave.
—Te vas a enfermar si sigues ahí.
Levantó la mirada con lentitud. Frente a él, una joven. El rostro enmarcado por el cabello húmedo, las mejillas rosadas por el frío, y una sonrisa... tranquila, sincera.
John parpadeó. No dijo nada. Estaba demasiado desconcertado.
Ella se sentó a su lado, compartiendo el paraguas entre ambos. No hizo preguntas. Solo le ofreció silencio y compañía.
—A veces la lluvia lava cosas que no se pueden ver —dijo ella, sin mirarlo, como si hablara consigo misma.
John la observó de reojo. ¿Quién era ella? ¿Qué clase de persona se acercaba a un extraño con esa calidez en medio de una tormenta?
—¿Por qué te detuviste? —preguntó él finalmente, la voz áspera.
Ella sonrió, con un gesto tan simple que le dolió.
—Porque parecía que necesitabas más el paraguas que yo.
Por un segundo, algo en su pecho se movió. No redención. No esperanza. Pero… algo. Como si el mundo, solo por un instante, le hubiera recordado que aún quedaban almas que no merecían ser tocadas por su oscuridad.