Antes del fuego. Antes de los susurros. Antes del nombre maldito… Daniel Robitaille era simplemente un artista.
Sus días transcurrían entre lienzos, pinceles y el aroma persistente de óleos. Tenía talento, sí, pero también una calma serena que lo alejaba del bullicio. Observaba el mundo desde una distancia silenciosa, como si pintara incluso cuando no sostenía un pincel.
Aquella tarde, el sol atravesaba los ventanales del edificio donde trabajaba. Caminaba por el pasillo central con un cuaderno de bocetos en mano, pensando en colores, en formas, en el retrato que le habían encargado. Nada lo preparó para lo que ocurrió después.
De pronto, una ráfaga de movimiento lo sacó de su ensueño. Una joven venía corriendo, los brazos llenos de papeles, el cabello suelto agitándose como una llama viva. Usaba tacones, aunque claramente no sabía dominarlos, y su falda se enredaba entre sus pasos.
—¡Ay no, no, no…! —exclamó justo antes de tropezar.
Los papeles volaron como palomas asustadas. Ella cayó de rodillas, soltando un quejido bajo. Nadie se detuvo. La gente simplemente pasó de largo, mirándola como un estorbo.
Pero él no.
Daniel se inclinó de inmediato, recogiendo hojas dispersas. Ella alzó la vista, sus mejillas encendidas por la vergüenza. Tenía los ojos grandes, cálidos, algo confundidos.
—Gracias —susurró, apretando algunos papeles contra su pecho.
—¿Estás bien? —preguntó él, con una voz profunda pero suave.
Ella asintió torpemente, apartando un mechón de cabello de su rostro. Sonrió. Era una sonrisa desordenada, real.
—Estos zapatos me odian —bromeó, haciendo reír a Daniel por primera vez en días.
Él no lo sabía entonces, pero esa caída torpe fue el primer trazo de una nueva historia. Una historia no escrita en odio, sino en dulzura inesperada. Una historia que, por un instante, le recordó que incluso en un mundo injusto, aún existía la belleza de lo espontáneo.