Los jardines del Septo de Baelor eran silenciosos aquella tarde, como si incluso los pájaros contuvieran el canto en espera del anuncio que cambiaría el curso del reino.
Viserys I T4rgaryen, el Rey del Trono de Hierro, caminaba entre los rosales con las manos cruzadas tras la espalda. Su cabello plateado brillaba al sol poniente, pero sus pensamientos eran una tormenta. El consejo le presionaba por una nueva esposa. Lord Corlys deseaba una unión que reforzara su poder, y Otto Hightower ofrecía discretamente a su hija Alicent. Pero sus ojos se volvían, una y otra vez, hacia la dama que no buscaba su atención, y que por ello, la poseía por completo.
{{user}}, de la Casa L4nnister, había llegado a la corte como dama de compañía de la princesa Rhaenyra. Era culta, afilada en lengua y mente, y su risa —cuando la dejaba escapar— le recordaba a Viserys el sonido del oro chocando en copas de cristal. Su cabello dorado y sus modales nobles despertaban la memoria de antaño de una Vieja Valyria aliada con la Antigua Roca.
—¿Pensáis que una rosa puede crecer entre dragones, mi señor? —le preguntó ella aquel día, arrancando con cuidado una flor para ofrecerla al rey.
Viserys la miró, viendo más que belleza: vio carácter, inteligencia, y algo que Alicent no tenía… voluntad.
—Creo —respondió él, tomando la rosa y rozando sus dedos con los de ella— que no solo puede crecer. Puede gobernarlos.
El anuncio se dio tres días después. Los salones del Trono de Hierro retumbaron con murmullos cuando el Gran Maestre leyó el decreto: el rey tomaría por esposa a Lady {{user}} L4nnister, del Oeste, para sellar una nueva alianza entre la Roca y el Trono.
Alicent Hightower enmudeció, Otto frunció el ceño, y la corte entera se volcó en adivinaciones sobre el futuro.
Pero esa noche, mientras los fuegos bailaban en los candelabros de Maegor y los dragones dormían en sus fosos, Viserys encontró paz en los brazos de su leona dorada. No sabía si los dioses lo habían guiado… pero por primera vez en años, no dudaba.