Las calles de Camden nunca fueron amables con un niño como Alfie Solomons. El olor a pan horneado en la pequeña panadería de su padre se mezclaba con el humo de carbón y el murmullo áspero de los comerciantes. Desde pequeño, aprendió que la risa debía esconderse y que las manos siempre tenían que estar ocupadas, amasando, cargando sacos o defendiendo lo que era suyo.
Pero había un instante de luz en ese mundo gris: Jules Hart. Ella no era como los demás niños. Su madre italiana y su padre estadounidense le daban un aire distinto, siempre impecable, pero jamás presumido. Jules no temía ensuciarse los zapatos para entrar a la panadería y verlo trabajar. Llevaba consigo dibujos hechos con lápices de colores y se los entregaba con una sonrisa cálida, como si fueran tesoros. A veces le enseñaba palabras en italiano, o le contaba historias de las cenas largas y ruidosas de su familia, donde todos hablaban a la vez.
Cuando jugaban en la calle, Jules se encargaba de que Alfie olvidara, aunque fuera por minutos, el peso de una infancia dura. Y un día, poco antes de que su familia se marchara por trabajo, ella le entregó un pequeño collar de corazón. “Para que recuerdes que alguien piensa en ti”, le dijo, abrazándolo con fuerza. Después, se fue, y Camden volvió a ser solo ruido y trabajo.
Años después, Alfie ya no era el niño con las manos llenas de harina. Era un hombre con negocios peligrosos, un andar firme y un pasado lleno de cicatrices. Un día, paseando por un vecindario tranquilo, unos niños lo rodearon pidiendo ayuda para arreglar el auto de su maestra. Intrigado, aceptó.
Al llegar abrió los ojos sorprendido de que la maestra fuera ella su querida Jules.
-carajo-Dijo Alfie intentando contener el temblor en su pierna.