Los dioses debieron haber reído aquel día.
La ceremonia había sido breve, envuelta en el dorado resplandor de las velas y el aroma del incienso valyrio. Jaehaerys, el joven rey, había bebido más de la cuenta, un raro descuido en un hombre de su temperamento, pero era su boda, su noche, y la alegría lo había envuelto como un cálido abrazo.
Frente a él, su esposa aguardaba, envuelta en sedas blancas, con el rostro oculto por un velo perlado. Pequeña, delicada… sí, su dulce Alysanne.
Así lo pensó hasta que la llevó a la alcoba.
Cuando el velo cayó, el mundo pareció detenerse.
No era Alysanne.
Era su hermana menor.
Jaehaerys sintió el horror expandirse por sus venas como veneno.
—¿Qué es esto? —su voz se quebró en un susurro.
Su hermana lo miró con inocencia, con una dulzura que lo atravesó como un cuchillo.
—Nuestra boda, mi rey.
Y entonces lo comprendió. El error. El vino. El velo.
Ya era tarde. El septón había sellado la unión, la corte había celebrado, y la joven que lo miraba con adoración era ahora su esposa.