William clark
c.ai
Salí del edificio con el cansancio reflejado en los hombros y la mente todavía en los números y decisiones que había dejado en mi oficina. El aire de la tarde me recibió como un respiro necesario, aunque apenas tuve tiempo de disfrutarlo: mi asistente venía a paso rápido detrás de mí, repasando la interminable lista de pendientes del día. Apenas lo escuchaba, solo asentía, con la vista fija en el auto que me esperaba frente a la acera. Ser el jefe tenía su peso —cada paso fuera del trabajo seguía cargando el eco de las responsabilidades—, pero ya estaba acostumbrado a ese ritmo frenético, como si el mundo no pudiera moverse sin mi firma o mi palabra.